Crónicas urbanas: El bar Monta, el «doctor» López y un guitarrero desilusionado

Escribe: Miguel Andreis

 El antiguo y popular bar Monta fue, para muchas generaciones, catedral de la amistad. Allí como un ritual de la gastronomía cotidiana, el fuego permaneció encendido por años, siempre con algún costillar o falda dorándose sobre la parrilla.

Lugar de mostradores gastados y sillas silbonas, de seres que como en un imaginario diván desparramaban sus «rechifles» o alegrías. Personajes de todos los estratos sociales igualaban diferencias entre vinos, cuentos, «sándwiches» de milanesa (cargados de mostaza), esponjosas pizzas con moscato o silencios compartidos. Mística de una vida sin ansiolíticos. 

Nadie se atrevería jamás a dejar que una pena aguara el vaso del amigo. Allí juntaban sol con sol entre cantores y guitarreros. Jugosas tiras asadas y tintos de dudosa calidad.  Escenario donde el infarto tenía la entrada prohibida y la úlcera un mal que sólo atacaba a los hombres dependientes de los despertadores…

Muchos serían los nombres de los asiduos concurrentes que se gestaron un espacio en el recuerdo de aquellos que los fueron sucediendo. Entre ellos suelen rememorar al «doctor» López, de oficio, verdulero ambulante. Este morocho se ganaba la vida vendiendo frutas o verduras canasta en mano y apisonando timbres de la mañana hasta que la luna asomaba su panza.

Por las noches se enfundaba en el gastado traje con chaleco, corbata al tono y partía hacia lo Monta. Locuaz como pocos y manejador de un propio e intrincado vocabulario donde muchas de las palabras- que ignoraba su significado- no hilaban con la frase «pero no importa» –solía decir-, circunstancia que lo llevó a que le pusieran el apelativo de ‘Doctor’.

Así es como un viernes de noche empachada de estrellas y concurrencia masiva, llega hasta el lugar traído vaya a saber por quién, un porteño cincuentón, de finos bigotes, peinado a la gomina, prominente vientre, saco cruzado y zapatos blancos, portando en su mano el estuche (forrado en tela floreada) de una cuidada guitarra con una calcomanía del Zorzal.

“Me parezco a Adolfo Berón…”

A los minutos, el recién llegado, explicaba en voz alta frente a un atento auditorio, que en el manejo de la «viola» su estilo era muy similar (y tal vez más pulido), según propias palabras, que el famoso por entonces Adolfo Berón. Ya pasada la medianoche y mientras las brasas daban calor a varias tiras de maruchas, el musiquero comenzó a desgranar todo su repertorio.

A la finalización de cada tema, el «Doctor» López pedía un alto, se acercaba con un bollito en la mano y lo introducía entre las cuerdas, hecho que el músico agradecía efusivamente levantándose de la silla e inclinando la cabeza. Otro tema otro bollito, ya nadie ignoraba (por color y forma) que se trataba de billetes de $10 (el vino costaba $1).

Más de uno de los presentes sabiendo que el verdulero, padre de 9 hijos (con dos madres, ambas a su cargo), debía «pataconear» todo el día la calle para ganarse el mango, comenzaron a sentirse incómodos con la bondad de éste.

Era tanto el esmero del payador que los dedos se transformaban en diez brasas sangrantes. Casi que sólo tocaba para el «Doctor». Los otros no ponían ni una chirola. En cada final y acto de introducir el bollito se escuchaba con arrabalera tonada «seee leee agradeceee doctorrr”. No menos de cincuenta billetes ya descansaban en el vientre de la bordona.

Un capital…

A cada instante disimuladamente el intérprete observaba entre las cuerdas cómo crecía el montículo. Todos miraban sin entender qué pasaba, menos aun conociendo que el «bondadoso», no era, lo que se dice, un tipo mano suelta.

La carne estaba a punto y el asador llama a picar algo. Se hacía necesaria la pausa. El payador come con la guitarra puesta entre las piernas y la mesa “¡no vayaaaa a seeeerrrr que me la afaneennn!” – decía para sus adentros, mientras elucubraba un elegante argumento para el retiro-. A cada rato miraba que no se fugara ningún bollito. Nada mejor para la digestión, vociferaron el «Pupi» y el «Gallego», que un par de buenas milongas.

El músico no se hizo rogar. Repitió el repertorio y el mismo ritual donde el Doctor continuaba arrimando entre cuerda y cuerda sus bollitos de $10. El visitante guitarrero, temiendo un «asalto» y consciente de que no sólo había salvado la noche sino también el mes, se pone de pie, y excusa mediante, anuncia su forzosa «deserción» de la reunión, no sin antes oprimir en un fuerte y vehemente abrazo al dadivoso verdulero, y haciendo gala de un llamativo uso de la «ortodoxia» lingüística discursea.

-Grrrracias amigoooo, su desprendimiento y bondad me llevan a estar infinitamente reconocido por esta noche que seguramente nunca olvidaré…

El «Doctor» reflexivo y simpáticamente le responde…

-Hasta la  próxima, el reconocimiento de todos,  por regarnos con su talento  y los agradecidos somos nosotros. Más aún, tengo la certeza que jamás, pero jamás, olvidará esta noche…

Apenas el «guitarrista» cruzó la puerta, un aluvión de reproches cayeron sobre el «filántropo» Doctor:

– ¡Inconsciente, tu familia no tiene qué morfar y vos toda la noche poniéndole guita a ese salame! ¡Vergüenza debería darte, haciéndote el rico y sos un flor de seco. ¡Negro agrandado!…

– ¡No te entiendo Doctor, pusiste toda la noche como si la guita no te costara ganarla!…

Ahí se hizo un silencio, que solo se rompió cuando el verdulero volvió a tomar la palabra luego de masticar el décimo noveno tinto.

-Efectivamente amigos, esa guita no me costó nada. Eran billetes que repartían hoy unos pibes por el barrio. Son de la publicidad de «Casa Amarilla» que de un lado tienen la imagen de San Martín y del otro las ofertas de la semana. Yo sólo los doblé para que las ofertas no se vieran.

Las risas se escucharon a varias cuadras…

A la mañana siguiente un gordo enfurecido, con los ojos fuera de órbita, la panza escapando del saco y grumos de gomina sobre el desacomodado jopo, ingresó al bar Monta gritando…

– ¡Por favoooorrrrr, que alguien me diga dónde lo puedo encontrar a ese hijo de puta del «Doctor» López, ¡dónde, que quiero matarlo, lo mato, juro que lo mato donde lo encuentre!…

-Nadie respondió una sola palabra.

El guitarrero salió sin saludar ni mirar. Un puñado de bollitos de billetes de propaganda de Casa Amarilla quedó sobre el mostrador.

En la «villa» nunca más volvieron a ver al musiquero, más aún, alguien comentó que el «Gordo» juró no tocar jamás en su vida nuevamente la guitarra… ni aún, ni aún para la propia familia.

Foto de portada: una imagen más actual del lugar donde funcionó el legendario Bar Monta. (La Voz)

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