El caño a «La Tuerca», histórico bulín

Memorias de un comisario tan coimero como brutal

Escribe: Miguel Andreis

Fines de los sesenta, principios de los setenta… Algunos de los uniformados, verdugos, que se habían hecho cargo de la Provincia, Lacabane, García Rey entre otros, hombres de comunión dominical y plomos siempre dispuestos a escaparse de las vainas, decidieron, debido a su “alta moralidad”, poner fin al “Flagelo” de la prostitución en nuestra ciudad. Especialmente en la “impúdica” ruta pesada.

Deciden enviar para la villa a un comisario muy temido, durísimo y de dedos muy aceitados para los gatillos. Por entonces no era poco lo que se aludía a este irreverente del poder. Entre otras cosas del violento, se supo que tenía pasión por las jovencitas. Cuentan que con él trajo desde Córdoba una niña bellísima de unos 15 años, no más. La ubicó en una pieza, tipo pensión, en una especie de hotel de intercambios de humedades rápidas. El inmueble en cuestión, en la actualidad, una confitería. Inimaginable en aquellos tiempos. Al frente se colocaría, posteriormente el “Monumento al Gaucho”, monumento que pasearon por media ciudad. Lo rajaban de un sitio y otro. Se trata de una obra formidable del inolvidable escultor Tito Alvarez y que usó como modelo de gaucho, al bravo sobre el lomo de los pingos, don Onil Centeno. Primer campeón argentino en las jineteadas.

“Para la cana no hay guita”, le gritó el Ruso

El custodio de la moral ajena, en pocas semanas logró arreglos económicos interesantes con varios proxenetas, para que las “chicas” pudieran trabajar con la más democrática libertad. Quien le clavó el taco fue el Ruso. Directamente echó al enviado del comisario. Volvieron con otros intentos y la respuesta fue más o menos similar. Una noche llega hasta la casa de luz roja, el funcionario de la ley, con un sobretodo oscuro largo, sombrero con ala ancha tirado hacia la frente. Se posicionó en una mesa que estaba alejada de la puerta. Quienes lo conocieron ni pagaron por el apuro para retirarse. El Ruso se le sentó al frente. Nunca se habían visto personalmente, pero se olfatearon.

La noche despierta las cualidades venatorias. Olfativas.

– ¿Qué andás buscando? Preguntó el propietario apelando al “che”. Al tuteo. Sabía que eso molestaba a los uniformados sin uniformes. La respuesta fue rápida

– ¡A mí me respetás! Me tratás de usted… Qué lástima que te pongas en duro. Sé que te va muy bien. No entiendo el por qué no querés colaborar. ¡Sería una lástima tener que cerrar un negocio tan próspero como éste!

– ¡Vamos a hacerla corta… (levantó la voz el Ruso) ni a vos ni a ni a ningún milico ortiva, le pago un solo mango de cometa… así que te podés ir a la mierda lo más rápido posible antes que te cague a trompadas…!

Duros cruces

Las chicas huían despavoridas saltando por las ventanas de las piezas y corriendo por los campitos de entonces. Nadie jamás, ni en la mismísima Córdoba, donde también en el ambiente había guapos de verdad, se habían atrevido a contestarle con tanto desenfado. Era un comisario temido. Como el Ruso no tenía noción del temor, le daba lo mismo tomarse a las piñas con Firpo que con algún fiolo. El cana levantó el sombrero, se lo calzó, dejó el sobretodo abierto para que se viera que usaba los “fierros” en ambas sobaqueras. Nada amainó el diálogo.

– Así que guapito vos… (Arreció el milico) esta noche o esta semana, cuando me dé la gana, no te voy a meter preso, pero te va a salir mucho más caro de lo que te imaginás… Polaco de mierda (ex profeso le cambió la etnia del sobrenombre de Ruso o tal vez quiso menospreciarlo con otro origen, como el polaco).

Subió al Kaiser Carabela negro, impactante, ordenó al chofer. Partieron. El comisario, dicen, que despellejado de odio.

La noche de la venganza

Una semana después. Día lunes, poco movimiento, el Ruso levantó la vista y clavó la mirada en un viejo reloj de pared de la firma Seppey. 3.45 horas, harto de tantas madrugadas decidió volver a su casa que, dicho sea de paso, nada tenía que ver con el negocio. Nada de nada. La familia era la familia.  Al introducir la llave en la puerta de su vivienda, la explosión lo hizo retroceder.

Algo lo paralizó. Inmediatamente recordó la amenaza del “botón”. “Estos tipos cuando te la juran… cumplen”, se dijo.

Corrió hasta el negocio. Apenas unos rasguños en dos de las chicas. Las otras habían huido por la ventana de atrás que daba a un campito.  Ya habían cerrado por lo que no había parroquianos ni clientes en la búsqueda de la levedad del ser. La persiana eran retazos de madera. La puerta estampada contra una vieja heladera verde. Respiró aliviado. Le preocupaba las muchachas.

El traslado que llegó después

Los periódicos de la villa hablaron bastante de la bomba (caño) que le habían puesto a “La

Tuerca”, emblemático ministerio de amores despojados. En pocos días lo reconstruyó.

Ya nada sería igual. Jamás habían puesto una bomba en la ciudad en una casa de citas. Sí, hubo una bomba anterior, en el Distrito Militar de la calle Tucumán al 1100. Sin consecuencia alguna.

Diez días después trasladaron a Marcos Juárez al visceral y corrupto funcionario que se presentaba como auxiliar de la Ley. Aseguran que había sido la propia Iglesia quién pidió su “raje”.

El Ruso, ya entrado en años nos contó: “¿Sabés como se llamaba el temido hijo de puta

que me puso el caño y voló el negocio?”.

Ni idea. Respondió alguien de los presentes…

“¡Isidro Celendín! Y si no me equivoco, uno de los tipos acusados de la bomba en la AMIA, sería un hijo de él, según me dijeron, chico que tuvo con aquella piba de 15 años que escondía en esa pensión del Bulevar Sarmiento.

En la nueva serie de Netflix sobre Nisman, aparece un tipo gordito, cara extraña que, habría sido uno de los primeros imputados como responsable directo de cometer semejante masacre… en fin, murmuró el Ruso… de tal palo tal astilla.

Solo fotos de aquel espacio donde se alquilaban placeres

Por allí deben quedar archivadas algunas fotos de aquel boliche de luz roja en la puerta, grandes ventanales, donde las chicas mostraban sus virtudes y la escasez de ropaje verano- invierno. No faltaba quienes, atrapados por la música que se escapaba por las ventanas, se animaban a salir a bailar entre las mesas de los parroquianos de testosterona abundante. El “Ruso”, poco importa su apellido, se encargaba de que nadie se fuera a la banquina, sea de boca o manoseo.

Dos cachetadas y a rodar por la vereda. Dentro de las reglas de juego, todo bien, quien no se amoldara conocería el peso de sus manos. Y varios supieron de las mismas.

El propietario del lugar, cuentan los conocedores del paño, que se cobró su venganza. El Ruso se fue a esperar al comisario, a la salida del hospedaje del bulevar Sarmiento. Aguardó solapador que lo dejara el chofer y encaró a un sobretodo con sombrero. Cuando el policía quiso sacar el arma, fue tarde. La golpiza se tornó en fenomenal carnicería. Casi saliendo el sol lo encontraron en la vereda a Celendín. Lo internaron en el Sanatorio Mayo. 

El Negro Victoriano Godoy, periodista de fuste, conoció bien de cerca aquella historia. Nunca la publicaría. Había amistad con el Ruso. Esos principios no se rompían. El citado comisario, de gatillo fácil, aún forma parte del recuerdo de aquellos que amaban las noches y las luces rojas, con damas de tersa piel y dura para los descuentos…

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