El Covid y la magia del «Impenetrable» chaqueño
Dicen que ocurrió en el Hospital de Fronterita… (Chaco)
Escribe: Miguel Andreis
El viejo y precario hospital de “Fronterita” estaba desbordado de pacientes. Antiguo nosocomio enclavado en el visceral Monte “Impenetrable”. Al norte y noroeste de la Provincia de Chaco.
Por aquí quedan demarcados los Departamentos Almirante Brown y General Güemes. Caseríos como El Sauzalito, Nueva Pompeya, Fuerte Esperanza, Taco Pozo y Villa Río Bermejito.
De este último pueblo llegó Atencio Rodríguez, junto a su padre. La fiebre les había puesto los ojos como brasas y el cuerpo no paraba de temblar. Cruzaron el monte en bicicleta. Unos cincuenta kilómetros. Era el hospital más cercano.
No eran muchas las camas, en su mayoría precarias, comidas por el tiempo, hundidas de oscuros olvidos. Unas 30. Sobraba el dolor y desesperanza. Casi no se escuchaban quejidos. Gente dura para el dolor. Alguna vez fue blanco, luego y así quedó, alguien se inclinó por el amarillo desteñido.
En esos suelos se encuentra “Fronterita”, perdido entre las picadas selváticas. La pobreza muere en silencio en la lucha contra estos bichitos perversos y malignos. El agua (potable) escasea y pocas provisiones de medicamentos y alimentos. Duelo fácil para la muerte. El facón invisible, que llamaron COVID 19, se transformó en un rival que no se acostumbró a perder.
Cuentan con un generador de energía, todo un logro de un gobierno de los ochenta que les acercó hace tiempo dos médicos, jubilados con yapa, dos enfermeras y tres mucamas.
Casi flotando en el aire se lo ve pasar a don Raúl Campos, radiólogo. De bigotes finos, cabello engominado, delgado y siempre dispuesto a cargarse enfermos sobre su espalda.
Atencio respiraba con dificultad. Se esforzaba por meterle aire a sus pulmones. No emitía gesto ni sonido alguno. A simple vista, habría estado cerca de los cuarenta. Rostro poceado y piel cobriza que no paraba de destilar transpiración. Uno de los últimos en ser internado.
Llevaba como 15 días encogido en esas camas antiguas y hundidas. Corta para su altura. De vez en cuando en silencio cruzaban miradas con su padre. Muy pocas voces atravesaban el viejo pabellón, algunas en guaraní y otras en quechua.
Cuando la enfermera le pidió los datos, el criollo levantó la voz y respondió Atencio Rodriguez. No llevaba el apellido de su padre. Jugaban a las escondidas con las palabras. La noche y esos bichos invisibles los emborrachaba de un temor desconocido. Algo se les metía en la cabeza y los mordía interiormente. Atencio era de los pocos hacheros que quedaban. El oficio iba desapareciendo con las máquinas nuevas.
El sol rojo se filtraba por los ventanales como una bocanada de fuego. Hacía tiempo que no andaban los ventiladores de techo. Pronto pondrían en marchar el generador.
Despacito, desandando su sigilo, como trepado a una cortina de aire, ingresó un hombre bajito, rostro escaso de carne, cabello largo y canoso, cruzando todo el pabellón. Fina manta de alpaca, raída por el tiempo, colgaba desde su hombro.
Atencio no entendía. Estaba sudado de cabeza a pies. Bañado en los líquidos de su cuerpo. Algunos sueros colgados retumbaban con la luz de la luna. Al hachero le llamó la atención que este hombre portara en su mano, un carcomido estuche, de guitarra.
¿¡Un guitarra aquí se preguntó¡? El visitante se detuvo al lado de la cama. Le palmeó la mano como saludo rápido, y abriendo el armazón, sin mediar palabra, amagó para entregarle el instrumento. Atencio desorientado palpó bajo la almohada y sintió el frío acero del tres remaches.
El hombrecito ajeno a todo designio soltó: “¡¡Dele amigo, rásquela y cante algo… sin miedo, cante…cante fuerte!!”.
Atencio, silencioso de vidas anteriores no supo de dónde sacó valor para responder: “No amigo, no sé ni tocar ni cantar… nunca toqué instrumento alguno”.
Todos guardaban silencio. Hasta le había robado tiempo al dolor y la respiración que se volvía cruel.
Miraba hacia la cama de su padre que había metido la cabeza entre las sábanas de puro tímido nomás.
Se la dejó pegada, paradita al lado de la cama. Le tomó la mano e insistió. “Toque amigo que el canto cura… ella canta sola. Toque, toque… ayudémonos”.
Atencio sintió una extraña sensación. Algo en él latía más fuerte que esos bichitos y vio cómo otros hermanos de dolor dejaron colgando los pies hacia el suelo, esperaban el rasguido de alguna cuerda.
Casi llegando a la puerta, el extraño forastero, habló en voz alta… “Vamos amigos, vamos, que con esto espantamos las ánimas que danzan secas en las enramadas del monte”.
En ese momento, ingresa el intemporal espiador de anatomías, que, quizás llegó al lugar al mismo tiempo en que se amontonaban los ladrillos. Amable y muy querido por la gente del lugar. Raúl fue guitarrero desde el mismo bautizo. No solo que le era un gusto acariciar la bordona, sino que su voz se emparentaba con aquel Alfredo Zitarroza.
El espiador de huesos alcanzó a escuchar la última parte de las sugerencias del extraño visitante.
Atencio no se atrevía a mirar a sus hermanos de COVID. ¡¡La voz de una viejita se coló zigzagueante entre el camastral… “¡¡Vamos amigo, cante que esta noche espantaremos a la muerte… arriba todos!”.
El espiador de huesos buscó la suya y se puso cerca de Atencio. El hachero comenzó como a acariciarla. Las cuerdas se convirtieron en claves de luz. Dejó que los dedos chocaran con las crines tirantes y todo nació de la nada.
La voz de criollo nada tenía que ver con la propia. Atrapante. Bella, conmovedora. Raúl lanzó la primera estrofa y todos lo siguieron. Lugareños aseguran que a legua y media se escuchaba el canto y el soplar de las guitarras. Todos cantaban, médicos y enfermeras también.
Nunca nadie había visto nada parecido en “Fronterita”. Cada quien vivió el hecho a su manera. Un trago dulce en un pedazo de vida que amagaba con escaparse. El solfeo y las letras venían solas. El hombre de las imágenes los iba guiando.
Casi como un barrilete de sueños ariscos, por la ventana ingresaba un trozo de luna roja como enganchado en un chueco palo blanco. Roncos algunos se durmieron. Nadie pudo decir a qué hora volvió el paisano en la búsqueda de su bordona.
Nadie vio al hombre de manta al hombro. Raúl se quedó dormido en un arcaico catre que usaba para las emergencias. Atencio tenía sangre en la punta de los dedos. Ni un dolor y el aire que le entraba como un soplido de existencia. A las siete de la mañana, comenzaron las enfermeras. Iban preguntando nombre por nombre. Extrañamente y por el contrario de lo que imaginaban. Todos estaban vivos. Todos. Los médicos nada dijeron. Tampoco comprendían qué había ocurrido.
A fin de octubre, en un pequeño periódico que se editan en Gral. Güemes, una breve esquela contaba esta historia del hospital de Fronterita. Hacía como 15 días que nadie moría en el viejo hospicio…
Y acotaba sin mayores precisiones sobre el hombre que dejó una guitarra para espantar a la muerte… Raúl sonrió. Él sabía que la selva tiene esas cosas. Vaya uno a saber por qué. Atencio Mejoró y su padre también. Volvieron en bicicleta, como habían llegado.
Cuentan que el hachero ahora anda en busca de un guitarra… ¿¡Qué la música espanta la muerte…!? No sería la primera vez que lo aseguran. ¿¡Y si por allí anduviera uno de los tantos secretos de la finitud de los tiempos…!?
No lo sé, ni me atrevería a negarlo. El día que pueda me prometí llegar hasta el viejo Hospital de Fronterita… con una guitarra, claro.