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Maradona y Ricardo Fort: Epitafios de muchachos ricos, tristes y solos

Diego Maradona, el máximo ídolo argentino, falleció el pasado 25 de noviembre. En la misma fecha que otro argentino que quiso ser célebre y adorado por el público. Y murió en el intento. Las distancias con Ricardo Fort son inmensas: distintos orígenes, vidas y destinos. Pero coinciden, además del tachón negro en el calendario, en esa imagen de muchachos ricos, tristes y… solos, a pesar de todo.

Escribe: Germán Giacchero

Ricardo Fort fue, no sin querer, el personaje principal de la célebre parábola del niño rico, pero siempre triste. La del muchacho que lo tiene todo, pero todo le sabe a nada. Hasta su propia muerte.

Diego Maradona fue, no sin querer, el personaje principal de la célebre parábola del niño que viene de la pobreza, pero que siempre está dispuesto a transmitir alegría. La del muchacho que de pronto tuvo todo, pero todo le sabía a nada. Hasta su propia muerte.

Ambos se conocieron en el verano de 2011, por insistencia de Fort. Hubo dos encuentros: uno, en una mansión que alquilaba el heredero del chocolate y otra en la sala donde protagonizaba una obra teatral. En una de esas reuniones, Fort le obsequió a Diego un Rolex con diamantes, ante la negativa inicial del Diez y las insistencias del empresario.

El vínculo no pasó más de eso. Es más, luego tuvieron desencuentros y enfrentamientos mediáticos.

Las distancias entre ambos son muchas, más allá de algunas coincidencias, gustos excéntricos y estilos de vida alineados con el lujo, los millones y un entorno todo pago.

A veces, hacer referencia al estilo de vida de uno, puede hacer saltar similitudes con el otro.

De Maradona conocemos bastante, y mucho fue lo que se habló y escribió en estos días de convivencias forzadas entre el dolor, la pena y la conmoción, con las polémicas, las eternas contradicciones y los desmanes de toda clase.

De Fort también se dijeron y se dicen muchas cosas. Para ambos se escribieron epitafios en la misma fecha, 25 de noviembre, con 7 años de diferencia. Epitafios de muchachos ricos, tristes y solos.

Fort y el desencanto

Fort fue el protagonista de la historia del pobre chico que convirtió su lujo en vulgaridad y que, a golpes de Rolex, Rolls Royce, Black Card con crédito infinito y una vida plagada de excesos, supo inspirar más que encanto o adhesión, poco menos que vergüenza ajena, algo más que pena, un toque de admiración y envidia, y tras su muerte, compasión colectiva. Compasión por ese grandote altanero, jetón y provocador, con bíceps sobrevaluados y neuronas castigadas, que en el fondo se derretía de tristeza y soledad.

Monumento al egocentrismo, fue el tipo que vivió en la soledad más atroz. A pesar de estar rodeado por ficticias compañías rentadas, que incluían un batallón de guardaespaldas, novios, novias, amantes y cazafortunas de ocasión, que en el instante final ni siquiera pudieron facilitarle una muerte digna. Una muerte a su altura, que reflejara la forma como vivió.

Ni siquiera su familia, la que se avergonzaba de su pose de divo, su condición sexual, sus caprichos de ricachón y sus deseos alocados de ser un “superstar”, lo tomó en serio en su funeral. Su velatorio fue a puertas cerradas, con mucho menos glamour que los soñados tres días de jolgorio, a lo Elvis Presley.

Tampoco pudo cumplir con el deseo que sus cenizas fueran esparcidas al viento desde lo alto del Obelisco. Iguales de terrenales que los del  resto de los mortales que envidiaban o idolatraban su perfil de personaje bizarro, sus huesos malogrados sufrieron la misma suerte, lo que es lo mismo decir, la misma muerte que cualquiera.

Billetera mata…

Estratega de gorda billetera para lograr la fama a cualquier precio, nunca entendió el costo real de estar todo el tiempo en la insaciable pantalla de la televisión, de no desconectar nunca su cuerpo perforado por una veintena de cirugías y de exponer su dolorida humanidad sostenida en andas por la morfina y otras sustancias para estar siempre sonriente, siempre dispuesto a engrosar el escandalete de turno lanzando dardos venenosos a exparejas, vedettongas o personajes tan estrellitas fugaces del universo mediático como él. Su costado de personalidad solidaria con causas justas se desvaneció ante el atropello de la vorágine mediática.

No había que ser un avezado analista para darse cuenta de que a pesar de su porte de bravucón, su voz gutural y su lengua filosa, este cóctel de personaje de caricatura y pibe millonario e ingenuo para el medio, la mayor parte de las veces salía mal parado en las discusiones estériles que la TV repetía hasta el hartazgo.

Su soledad fue más soledad que nunca cuando la televisión le soltó la mano. Ni siquiera el desdén de su familia le produjo semejante tristeza. La picadora de carne televisiva lo usó a su antojo. Lo masticó y lo deglutió en la medida que necesitó de sus servicios para engrosar su alicaído rating y sumar fangotes de guita a sus arcas. Pero lo vomitó apenas pudo. Fort no presumía de inocente. Era consciente de esa perversión, pero lo aceptaba. Jugaba el juego que le proponían con tal de ser una superestrella de cabotaje.

Murió como vivió, podrán decir muchos. Quizás sea cierto. La ostentación, los caprichos, los excesos, las excentricidades fueron moneda corriente en la efímera vida mediática creada a punta de billetera que, se sabe, mata galán. Aunque siempre quiso convertirse en galán a fuerza de la prepotencia de los billetes.

Vivía una existencia de cámaras encendidas las 24 horas, una vida de reality show, una cotidianeidad al ritmo de un estudio televisivo o un escenario teatral. Se ocupó tanto por esa vida de ficción que creía eterna, que se olvidó de vivir. El pase de factura llegó a destiempo, antes de lo pensado. Tanto, que se olvidó de morir como hubiera deseado.

En soledad

Ironías de la vida, su muerte no fue fastuosa, pero estuvo almidonada por la fama. La defunción del heredero del imperio del chocolate no pasó desapercibida para el gran público. El mismo que, despiadado, bajará el pulgar cuando aparezca el ansiado reemplazo y lo gane la amnesia colectiva, tan necesaria para digerir las marionetas de turno que se convierten en “celebrities” descartables.

La maquinaria es perfecta y debe seguir funcionando. Cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Y él siempre había permanecido al borde del abismo, coqueteando con una muerte elegante, muriendo por la fama.

Víctima y victimario de un sistema que crea ídolos de barro para dinamitarlos a su antojo, que propone el exitismo como cura de todos los males a una sociedad anestesiada e indolente, Fort ya forma parte de la atormentada galería de celebridades argentinas. Allí donde solo se reserva pedestales para algunos pocos atrevidos, atorrantes o simpaticones personajes que suelen generar amores y odios, pero nunca indiferencia.  Al resto, se los baja del podio de un gomerazo.

Pobre Fort, ¡hasta la posteridad lo encontrará solo! Tan solo, como vivió toda su vida.

A veces, más allá de las tremendas diferencias y distancias entre ambos, al hablar de Fort o de Maradona, pareciera estar haciéndose referencia a uno como a otro.

Ahora, que descansen en paz.

(Parte de esta nota fue escrita tras la muerte de Fort. El resto, tras el fallecimiento de Maradona).

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