[HISTORIAS] Don Carmelo, el heladero

Escribe: Mand

Dito siempre fue en la barra a quien indefectiblemente todo lo peor le tenía que pasar, antihéroe por naturaleza, donde en los frecuentes líos futboleros de contrabarrios, a la hora de las piñas cobraba primero y más. En esas siestas de robos de ciruelas en la zona del río, si éramos descubiertos sufría la unánime e impune acusación de todos por no avisar. El último en aprender a nadar (en realidad nunca aprendió). Cuando un vidrio estallaba por un pelotazo, seguro que toda la responsabilidad recaía en él, aunque sólo estuviese de espectador. Aguantaba todo desde el más cerrado silencio. El más humilde, con el que compartíamos las naranjas, mandarinas o “sanguches” de mortadela con manteca en el colegio. Sin duda era a quien menos helados le compraban. Para decirlo con mayor propiedad, nunca le compraron uno.


Hijo de unos “tanos” que llegaron a la ciudad desde un pueblito al límite con Santa Fe. Su viejo, un incansable albañil que transportaba sus herramientas, baldes, tablones, cucharas, en un desvencijado carro de ruedas atadas con piolines, enganchados a una destartalada bicicleta.

Como Chaplin

Dito, caminaba abriendo los pies, como Chaplin, con esas alpargatas negras y rojas de cordones blancos que ataba a los tobillos (nunca usaba medias, por más frío que hiciese). Alpargatas que a la hora de jugar, quedaban junto al arco, tenía prohibido su uso (solamente eran para el colegio). Nadie se explicaba cómo, descalzo, podía pegarle tan fuerte a la pelota. Con la izquierda le pegaba. Ese día fue diferente, el gringo había juntado diez “guitas” por podar unos rosales en la casa de doña Elvira, la vecina de eterna viudez.


Desde hacía largo rato estaba parado en la esquina sacando pecho al sol. Cuando paró don Carmelo, el heladero del carro, el que avisaba que llegaba con su inconfundible cornetín, él, Dito, fue el primero en acercarse… ¡un helado para mí solo! –repetía en voz baja- ¡para mí solo!… Sus hermanos no estaban.

Ahora el grito retumbó fuerte en esa quemante siesta de enero ¡uno de diez, de limón y chocolate!… Quería que todos supiéramos que se lo había comprado para él solo, no tendría que compartirlo con los demás hermanos (tres). Como era zurdo tomó el cucurucho con la derecha y la cucharita de madera balsa en la otra. Dejó la moneda sobre un estante de bronce, se agachó a la sombra del colorido carro con techo de lona, entre la “Mora” y el pescante, sin despegar el ojo de la palita de aluminio con la que don Carmelo servía los otros pedidos, no vaya a ser que alguno recibiera uno más grande que el suyo. Flor de lío armaría. Sintió que unas frías gotas de limón se deslizaron sobre sus dedos llenos de tierra, volvió la vista hacia la mano, y fue en ese preciso instante que un baldazo de líquido amarillento como un tibio río de cerveza, cayó sobre SU helado y las alpargatas. La “mora” estaba meando y con tan mala suerte para él, que unas tiras de cuero que pasaban por detrás de las patas de la “maldita” yegua, oficiaban de rebote y canaleta al mismo tiempo del grueso chorro apuntando directamente al de limón y chocolate. A SU helado. En segundos todo se desintegró, el cucurucho quedó vacío y doblado. Ya no existía helado para él. Ya no. Tuvo la intención de manotear las diez guitas y salir corriendo. Su honestidad no se lo permitió. La cara del gringo desnudaba el mayor cataclismo de la humanidad, insultó a la Mora y al heladero con esa voz arenosa y casi gutural. Lloró.

La Mora no tenía la culpa

No fue fácil convencerlo después que el animal no tenía la culpa y que tirándole con un rompeportones a los ojos, nada ganaría, tampoco poniéndole clavos en sus patas; más aún, todos perderíamos, ya que don Carmelo no pasaría jamás por el barrio. Las acusaciones se volvieron sobre su persona. “! Vos fuiste el gil, la yegua no se podía aguantar las ganas de mear por tu culpa!”.


Finalizando el verano, Dito volvió a juntar otras diez guitas. Escondió el pecho bajo el sol, se acercó al carro por la parte de atrás, pidió en voz baja uno de limón y chocolate (también para él sólo), recibió el cucurucho y, ahora mucho más “apiolado”, ya no se quedó a observar el tamaño de los helados de los demás. Sin mirar a la “maldita mora”, cruzó la calle, se ubicó en la sombra y en esta oportunidad lo tomó sentado en la vereda de enfrente. Lo tomó sólo. Esa tarde no paraba de reír…

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