El riesgo de apellidos comunes

Escribe: Mand

Los consultorios médicos suelen ser lugares de vivencias por demás de singulares. De todo tipo. Lo mismo ocurre con las salas de espera. Allí es donde en silencio te enterás del estado civil, edad y pormenores de las personas que se van acercando al escritorio o mostrador donde en voz alta las secretarias le van sacando los datos uno a uno. Las mismas, casi siempre jóvenes y lindas, que mientras atienden el teléfono, dan un turno, ponen la cara sonriente para cobrarte un plus, tapan metidas de patas de los galenos y llenan recetarios de las distintas obras sociales buscando los sellos e imitando firmas.

En algo todas las salas se parecen: en los olores y en la forma en que el tiempo del paciente es desvalorizado. Entonces todo queda al arbitrio de quien diagnosticará, en el mejor de los casos, qué sucede con nuestra salud. El lugar, entonces, se transforma en el espacio donde los chicos que se aburren trepan sobre los ‘esperantes’, o los gerontes que, despojados de toda inhibición, se animan a contar con voz al cuello la cantidad de veces que se levanta a ‘mear’ por la noche culpa de la próstata. O detalles tales como cuando, para el diagnóstico, el médico tuvo que introducirle el dedo en una palpación tan dolorosa como inolvidable. Las salas de espera son eso y muchos más. Son viejas y arrugadas revistas pasatistas donde se las mira para no chocar con la vista del que está al frente. También en dichos recintos se puede apreciar la influencia y consecuencias de transportar algunos apellidos comunes tales como: Pérez, González, Rodríguez, Suárez, Fernández, etcétera.

Hace muy poco tiempo un curioso caso le sucedió a un profesional, de especialidad traumatólogo. Muchos eran los pacientes que se amontonaban en la sala, no pocos de pie. La atención venía retrasada y entre quejidos de los tapizados y la seca tos de quienes aguardaban el clima se enrarecía.

El galeno componedor de huesos con una ficha en la mano se detiene en la puerta y pega el grito: “Rodríguez… vamos Rodríguez, pase”. Un hombre que estaba a escasa distancia se para y encamina hacia el ingreso, mientras que desde la otra punta y detrás de un recodo del recinto aparece una mujer de unos cincuenta años. Ambos entraron juntos. El médico los saludó extendiéndole la mano. En los datos de la ficha figuraba el nombre de la dama. La pregunta de rigor: “Bueno… ¿qué le anda pasando señora?”. Habló casi sin mirarla tratando de acomodar el informe.

“Mire doctor, tengo un dolor muy fuerte en la cintura y me corre hasta los hombros. No me deja dormir”, expresó quien ya lo había visitado años antes. Le midió la presión, luego le revisó los ojos, anotó una serie de datos, repasó análisis de dos semanas atrás. El hombre que la acompañaba observaba todo en el mayor de los silencios y con un imperceptible movimiento de cabeza asentía lo que el facultativo le indicaba a ella pero mirándolo a él. Le pide a la mujer que se desvista. Entre insegura y tímida contempló al doctor y también al acompañante. Sobre la silla dejó la pollera, una camperita, la camisa y por último la enagua. Las manos del facultativo comenzaron a recorrerla mientras le pedía que hiciera una serie de movimientos sobre la camilla. Levantar una pierna, agacharse y estirar los brazos. El acompañante permanecía inmutable.

Luego del minucioso examen le pidió que se vistiera. Haría falta un estudio radiográfico. Tomó el recetario y dirigiéndose al hombre le expresa: “Bien. La cosa no es grave pero va a tener que cuidar a la patrona que no haga ningún tipo de esfuerzo. Parece un pinzamiento de vértebras…”.
El individuo sorprendido le respondió “perdone doctor, pero que la cuide el marido. Yo a la señora ni la conozco”.

“Y usted quién es preguntó el médico confundido, “yo soy Rodríguez, Rodríguez a quien llamó o ¿acaso no me hizo pasar usted?”.
La mujer que había desfilado desnuda y moviéndose en mil poses ante un desconocido desesperada replicó “no, yo soy Rodríguez. A mí me llamó, Creí que este señor era un colega suyo doctor” y emprendió la huida a punto de estallar en llanto.

El médico miró la ficha de abajo y estaba el nombre de José Rodríguez, el de él.
Sin levantar la cabeza le preguntó ¿Y dígame, usted por qué se quedó?”. “Y… Pensé que como estaba tan atrasado hacía entrar de a dos”.
Desde entonces no sólo llama por el nombre y apellido, si no cuando ingresan dos, aseguran, el traumatólogo les pide la libreta de casamiento.

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