[HISTORIAS] Cómo justificar la traición

Escribe: Mand

El hombre puede llegar a agudizar su inteligencia hasta lo impredecible cuando las circunstancias así lo obligan. Más aún si esas contingencias tienen que ver con el hecho de promoverse placeres. Y de esto el Carancho Cruz sabía muchísimo.

Hombre de profesión indefinida, indican, vivió por muchos años en el barrio San Martín. Un tío le había dejado en calidad de herencia una pequeña y precaria construcción en lo que fuera la rememorada ‘Boca del Tigre’, sector que hasta los años setenta con una lamparita se iluminaba cuatro cuadras. Territorio de singular forma, casi un embudo con una sola calle que oficiaba de entrada y salida. Lugar fatídico al momento de las venganzas.

Punto de la comunidad donde hasta el carnaval se jugaba por plata y la convocatoria popular se relacionaba con las domadas, bochas y el fútbol.

El Carancho era un tipo económico para el encurde, y había logrado sostener su propia fórmula para mantener un buen nivel de alcohol: echaba el aliento contra un espejo y abría la boca para recibir el rebote. Difícilmente pasara en estado de sobriedad más de dos días a la semana.

Bien frente a la canchita

Se había aquerenciado en una piecita de 2,50 por 3, con techo de zinc y tirantes del ferrocarril, con ubicación estratégica, repetía orgulloso, de su morada. Argumentaba eso porque estaba enclavada bien frente a la canchita de fútbol, y bochas, y por supuesto con varios churquis en las cercanías para las necesidades fisiológicas. No disfrutaba de  la letrina. Prefería hacer lo suyo al aire libre.

 Ese domingo no era un fin de semana más, los ‘boquenses’ como locales se enfrentaban con los del barrio  La Rural, adversarios pesados, si los había.

Unos y otros comenzaron a movilizar sus respectivas barras. Los finales de aquellos campeonatos relámpagos raramente concluían sin la intervención del cuerpo de la policía montada. Tres agentes en dos caballos y un viejo Jeep celeste donde cargaban los muy borrachos y algunos contusos por los bastonazos. A éstos últimos los dejaban de paso en el hospital. Claro que nunca los servidores de la ley se retiraban sin lesionados entre sus filas.

Lo que antecedía al encuentro

El Carancho, llevaba no menos de tres meses sin encontrar una changa, “nadie pierde ninguna”, aseguraba. Para sumar voluntades convidó a dos amigos de Villa Carlitos, caserío donde la luna pedía permiso para alumbrar. Ellos eran el ‘Caradempacho’ y el ‘Púa de trapo’; ambos de inagotable sed. 

La comisión organizadora del evento deportivo tendió un alambre alrededor de todo el perímetro del campo de juego y luego cubrió la misma con bolsas arpilleras. Sin pasar por boletería nadie sería testigo del importante acontecimiento futbolístico.

Cerca del mediodía y con kilo y cuarto de falda, una damajuana de cinco, (tinto), y tres tomates medios picados arribaron los invitados del Carancho.

Ese febrero no le daba tregua a las chicharras. A las dos de la tarde el estado de los tres era casi agónico, no obstante, el anfitrión demostró contar con algunos reflejos más. La de cinco rodó vacía hasta la misma puerta del evacuatorio.

El encuentro deportivo que despertó las mayores expectativas se iniciaría a las 16.  Alentar con la garganta seca no causa el mismo efecto. El Carancho observaba silencioso y preocupado que Caradempacho y compañía le sacaban ventaja al momento de los sorbos. Apreciable ventaja que interiormente lo molestó. En minuciosa búsqueda en los bolsillos y tiradas de manga a los circunstanciales visitantes del lugar, recolectaron algunas monedas.

El capital alcanzaba nada más que para la inversión de un litro

Solamente un litro. El anfitrión se cruzó hasta el bar del Gordo Barrera y adquirió un Toro tinto. El hielo de dos cubeteras vino de yapa. Volcó el contenido en una abollada jarra de aluminio, le introdujo medio limón que venía chupando desde hacía tres días y revolvió los cubitos con los dedos. Púa de trapo le pegó un beso en la boca de aluminio que la hizo temblar. El Carancho abrió grande los ojos teñidos de rojo. Parecía que le estallarían. Tenían todo preparado para el gran enfrentamiento.

“Bueno, cumpas», dijo el propietario de la vivienda,  apoyándose en la pared sin revoque y con una voz que no disimulaba su caótico estado: “los invito a subir a mi azotea para presenciar el match…” Puso la escalera y dejó que los amigos, tambaleándose, treparan hasta el techo. No sin dificultad acomodaron sus sentaderas sobre dos ladrillos de cemento. Cuando el Carancho se aseguró que ambos ya estaban arriba y mirando fijamente hacia abajo, a la jarra que sudaba en sus manos, les sacó la escalera, la arrojó a varios metros y se quedó abajo, a la sombra. No le importó ni los ruegos primero y mucho menos  los insultos después que bajaban de su azotea. Sin inmutarse se sentó debajo de un árbol acariciando el lomo de aluminio que volcaba el líquido en su boca. Sabía que un litro no le iba a alcanzar para los tres… En ese caso la traición a los amigos sí se justificaba.

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