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[Miradas] La idolatría del idiota: Por qué se tiene una fe ciega en personajes peligrosos
La pregunta que debemos hacernos, es por qué una sociedad elige rendir su juicio y volverse devota de aquellos cuya única cualidad observable es la audacia desinhibida de su vacío intelectual.
Escribe: Félix Vera
La respuesta solo puede ser por el pasado reciente, que, aunque se le adjudiquen muchos de los males, muchos números oficiales contradicen los relatos, pero igual se los elije.
Esta fe ciega en personajes —casi todos ellos peligrosos— no es nueva. Es una recurrencia cíclica de la historia, impulsada por los fracasos acumulados, que son producto de promesas incumplidas de otros oportunistas.
La voluntad colectiva de la ceguera se ha transformado en una inclinación profundamente arraigada, capaz de convertir la incompetencia manifiesta en un espectáculo que entretiene, la ignorancia en una pose de autenticidad y, para amplios sectores de la sociedad, en un objeto de fe inquebrantable, solo porque promete lo que pensamos que nos hará más felices.
Vivimos bajo una idolatría estructural del necio y el cobarde.
Líderes o figuras de influencia que exhiben ineptitud, ignorancia y contradicciones flagrantes con la realidad, son sostenidos, defendidos y elevados a la categoría de intocables por una base de seguidores devotos, inmunes a toda evidencia.

Los mensajes son simples, cortos y absolutos. Las falacias de autoridad, la inducción, el falso determinismo, mitad mentira, mitad verdad, todo vale para construir un reduccionismo que calma, pero que no soluciona nada.
La pregunta crucial, antes de que este fenómeno se solidifique como la nueva normalidad y desintegre los cimientos del debate racional, es por qué una sociedad —en posesión de herramientas de información y análisis sin precedentes, fruto de siglos de ilustración— elige, consciente o subconscientemente, anular su sentido crítico y volverse devota de aquellos cuya única virtud aparente es la audacia de su vacío intelectual.
En los liderazgos actuales, la incompetencia se combina con una confianza desmedida, generando una fachada de convicción absoluta que se vuelve, paradójicamente, su principal activo político.
Esa convicción, liberada del incómodo peso de los hechos y de la complejidad, se convierte en un faro moral y epistémico para el seguidor agotado.
El seguidor, abrumado por la fragmentación del mundo líquido en el que vivimos, en donde las instituciones son frágiles y las certezas morales se disuelven, anhela un ancla que le devuelva el orden.

La imagen desinhibida del líder, con un discurso simplificado y gestos exagerados, brinda a muchos una sensación de alivio ante una realidad que los sobrepasa.
Su manera de hablar en términos absolutos y emocionales —nosotros contra ellos, todo es culpa de otros— transforma la complejidad del mundo en una narrativa fácil de digerir, que calma, al menos momentáneamente, la angustia y la confusión del presente.
La seguridad inquebrantable del líder, aunque irracional y basada en falacias evidentes, se transmite al seguidor, liberándolo de la angustia de pensar por cuenta propia y de asumir la responsabilidad de sus creencias.
El líder se toma como un refugio ante el miedo a la incertidumbre.
Esta transferencia no responde a un error lógico, sino a una estrategia psicológica de supervivencia frente a la saturación de estímulos e información del presente, que convierte al líder en un refugio ante el miedo a la incertidumbre.
A partir de allí, la estupidez deja de ser una anomalía para transformarse en un valor compartido. La torpeza se reviste de autenticidad, la falta de conocimiento se confunde con la honestidad del que “dice lo que piensa”, y la complejidad se asocia con la mentira o la manipulación.
La sociedad, en su cansancio moral, comienza a sospechar del que sabe, del que duda, del que argumenta, mientras eleva al que grita, al que simplifica, al que promete un regreso al sentido perdido.
Lo irracional se presenta entonces como lo genuino, y la vulgaridad se convierte en una forma de rebeldía. Es el triunfo de la emocionalidad sobre el pensamiento, del impulso sobre la razón, del ruido sobre la palabra.
El ecosistema digital potencia este fenómeno.
Las redes sociales dejaron de ser espacios de diálogo para transformarse en escenarios de gratificación inmediata. La provocación se premia, la simplificación se propaga y la furia se contagia. En ese territorio no material y real a la vez, el idiota encuentra su templo y el algoritmo su religión. La visibilidad pasa a ser autoridad, y la viralidad, verdad.

La sociedad del espectáculo, como un espejo de la alienación moderna, se ha vuelto ahora un mecanismo de legitimación política y cultural. El roto se vuelve influencer, el influencer se vuelve líder, y el líder, finalmente, se transforma en un profeta de la desinformación.
En esta deriva, la razón pública se vacía de contenido y se llena de ruido. La política ya no consiste en el arte de lo posible, sino en la gestión del enojo. La palabra se usa para encender, no para esclarecer. La verdad deja de importar, porque lo único que persiste es el efecto emocional. El discurso ya no busca convencer, sino contagiar.
Y ese contagio, sostenido en la indignación y el miedo, reemplaza la vieja promesa de la razón ilustrada por la nueva fe del espectáculo.
Pero quizás lo más inquietante no sea el ascenso del inculto, el estúpido o el roto, o todo eso junto, sino el modo en que su figura nos devuelve una imagen de nosotros mismos.
Porque en la medida en que lo seguimos, lo compartimos, lo aplaudimos o lo imitamos, no estamos solo consintiendo su existencia, sino legitimando el vacío que representa.
El idiota triunfa porque el mundo que lo rodea lo necesita.
Su función es simbólica: simplifica el caos, absorbe el miedo, ofrece un relato cuando la realidad se ha vuelto inabarcable. Es, en última instancia, un síntoma del agotamiento colectivo.
Si la historia tiene aún una posibilidad de revertir este ciclo, no será mediante la burla ni el desprecio, sino a través de una reconstrucción del juicio. Pensar se ha vuelto un acto de resistencia. Dudar, una forma de dignidad.
Y recuperar la palabra —no como consigna ni como grito, sino como espacio de comprensión— quizá sea el primer paso para desarmar la idolatría del necio y recuperar la fe en la inteligencia compartida.