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[Miradas] Brillante opacidad: El impenetrable diamante de la corrupción
En la imaginación popular, la pirámide de la corrupción argentina culmina en un puñado de nombres propios, entre ellos hay empresarios, lobistas, algunos personajes desconocidos, exfuncionarios y funcionarios de turno. Sin embargo, esa percepción es un error de óptica.
Escribe: Félix Vera
El verdadero ápice no es humano, sino un diamante sintético, construido con las técnicas más refinadas, que se actualiza y refina a diario, decreto a decreto, ley a ley.
Para tallar y pulir ese vértice se convoca siempre a los mismos profesionales de élite: juristas, contadores y economistas especializados en diseñar estructuras legales impenetrables. Con leyes, decretos, resoluciones administrativas y contratos blindados, construyen un entramado que convierte la transparencia en opacidad absoluta y dota al conjunto de una dureza capaz de resistir cualquier auditoría, allanamiento o denuncia judicial.
El diamante no solo resiste, sino que además brilla. Y lo hace con una luz que no necesita un dios, una bandera o una ideología. No importa quién ocupe la Casa Rosada, quién controle el Congreso o qué consigna se grite en la plaza, porque la pirámide —y sobre todo su vértice— prescinde de valores patrióticos, éticos o morales.
Opera con leyes propias, autónomas, por encima de los Estados, las personas y los calendarios electorales. Los ciclos de reforma, los blanqueos o los recambios generacionales no alteran su estructura, ya que su blindaje es supranacional e intemporal.

Cuando la opinión pública o una investigación periodística inciden sobre él, el haz de luz que lo enfoca, se descompone en un caleidoscopio infinito. Surgen sobornos que figuran como honorarios, sobreprecios etiquetados como ajustes por inflación, licitaciones troceadas bajo la forma de excepciones reglamentarias y fideicomisos ciegos que proyectan espectros de legitimidad.
Cada ángulo —judicial, legislativo o mediático— genera una nueva combinación cromática, aunque ninguna permite reconstruir el color original del dinero ni aislar la fórmula del desvío. Eso sí, siempre entregan una luz brillante, un culpable, pero nunca uno que revela el mecanismo.
Intentar la ingeniería inversa equivale a perseguir un sueño vano.
No existe algoritmo capaz de revertir el flujo una vez que los fondos se dispersan por la red cristalina de sociedades offshore, fundaciones sin fines de lucro y cuentas en guaridas fiscales.
La ecuación carece de solución práctica, ya que depende de variables aleatorias como la rotación de funcionarios, la caducidad de los plazos de prescripción y la polarización del observador.
En el terreno de la ciencia ficción, podríamos soñar con unas «lentes de la verdad»: un dispositivo (lentes, implante o filtro digital) que nos permitiera ver más allá de las versiones oficiales y las historias manipuladas, que, al ponérnoslas, todas las mentiras y las interpretaciones interesadas se desvanecen, y solo quedara una imagen nítida, los hechos reales convertidos en datos claros, transparentes y que nadie podría negar ni ocultar.

En la realidad, algo así sigue siendo una utopía tecnológica. No porque sea imposible crearlo —ya tenemos herramientas como blockchain, con registros inmutables o inteligencia artificial que verifica datos—, sino porque resultaría extremadamente incómodo para quienes detentan los privilegios. A ellos les beneficia que sigamos viendo múltiples versiones de la verdad, confusas y siempre discutibles.
La transparencia total no es un reto técnico; es, sobre todo, una cuestión de conveniencia.
Por lo que el vértice continúa brillando de manera inalterable, convirtiendo sistemáticamente la transparencia en opacidad y perpetuando un secreto que se refracta en infinitas justificaciones legales, siempre preservando el buen nombre y honor, y por qué no, el heroísmo de todos los que conforman ese diamante indestructible.
Mientras tanto, la luz que lo alimenta, desprovista de fe, patria o doctrina, sigue encendiendo el espectáculo y permanece indiferente a quién gobierno ayer, hoy y mañana.