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[Historias] Amor sin límites, una leyenda de Ausonia
Existe en el folclore de todos los pueblos un amplio repertorio de leyendas urbanas relacionadas con ese toque de misterio que tiene la muerte y esos espacios lúgubres en donde reposan los restos mortales, y la espera meticulosa de los que aún camina por el sendero de la vida.
Escribe: Prof. Luis Luján
El cementerio de la localidad de Ausonia se encuentra aproximadamente a un kilómetro de distancia del ejido urbano. Según rezan los archivos municipales, el predio para su construcción fue donado por una persona de apellido Soler, y la primera tumba es de quien en vida fuese Carlos Cachín.
Algunos recuerdan que en sus comienzos la entrada principal daba hacia el norte. Tiempo más tarde, hasta la actualidad, la misma da al este.
Lo que no muchos recordarán, es aquella historia de una muchacha veinteañera, de nombre Dolores, que extravió en el viejo cementerio, en semana santa, un arete de oro que le había regalado su madre antes de morir, cuando la joven iba a cumplir sus trece años de edad.
Ella quedó a cargo de sus hermanitos cuando su padre iba a trabajar de madrugada al tambo de una estancia, hasta después del mediodía.
Un viernes santo, en la década de 1960, la hermosa dama había visitado la tumba de su madre. En ese instante una fuerte ráfaga de viento daba indicios que una tormenta se acercaba a la región y, por esa misma circunstancia, ella abandonó ligeramente ese espacio para evitar la lluvia, ya que se encontraba a más de mil metros de su hogar, y debía hacer ese recorrido a pie.
Cuando la mujer llegó a su casa, advirtió que había perdido el arete que tanto cuidó celosamente desde hacía algunos años. Eso la entristeció sobremanera.

La tormenta que se había desatado sobre Ausonia fue muy torrencial con vientos tempestuosos.
No tenía ninguna posibilidad de volver hacia el cementerio a recuperar aquella joya que le había regalado su progenitora.
La joven se dirigió a su dormitorio en soledad y lloró amargamente aquella desgracia. Calmó su llanto al momento que uno de sus hermanitos le golpeó la puerta para avisarle que un vecino había ido a visitarla.
Dolores no sabía quién era aquel galán que pretendía mantener una conversación con ella. Con curiosidad se dirigió hacia la sala principal de su casa y con gran decepción comprobó que se trataba de un peón de la misma estancia en donde trabajaba su padre.
La mujercita le solicitó a su hermanito que lo despachara porque no deseaba tener compañía. El joven insistió en quedarse en ese hogar debido a la inclemencia del tiempo. Eso fue motivo suficiente para que Dolores aceptara unos minutos de diálogo con aquel varón quien le había llevado un hermoso ramo de flores.
La muchacha no quiso admitir el obsequio, aunque, ante la insistencia de Carlos, su vecino, no tuvo más remedio que aceptar aquel cumplido. Él estaba sumamente enamorado de Dolores. Muchos otros jóvenes del pueblo, también. Era demasiaba bella la dama, tan bella que enamoraría a cualquier mortal.
Después de compartir unos mates, el varón le declaró su amor. Ella quedó anonadada porque no esperaba jamás esa confesión. Estaba confundida, no él. Miró hacia todo lado antes de continuar aquella conversación porque no quería defraudar la confianza de Carlos, que había sido muy amable con ella.
Él le dijo con toda certeza que estaba dispuesto a hacer lo que fuese posible por ganarse el corazoncito de la bella dama. Sin embargo, Dolores no tenía ningún sentimiento hacia el enamoradizo vecino.

Entonces, con astucia, creyendo que con eso pondría fin a aquel delirio, le dijo que, si estaba realmente enamorado, como expresaba en sus palabras, que le demostrara aquel amor dirigiéndose en esa alta hora de la noche, de aquel viernes santo, al cementerio y buscase la joya que había extraviado aquella tarde, y se la trajese antes del amanecer.
Dolores estaba más que convencida que eso pondría fin a las pretensiones del caballero.
Carlos, inmediatamente, sin mediar palabras, abandonó la casa y jamás regresó. La mujer se dirigió a su habitación con la seguridad de haberse librado de las presunciones de su vecino y echó a dormir.
La damisela se despertó a media noche cuando oyó que alguien abría la puerta de su dormitorio y caminó hacia su cama. Ante el asombro y la incertidumbre, rápidamente prendió su mechero a querosén y advirtió que la puerta estaba abierta y no había nadie en esa misma habitación.
Cuando se incorporó con la intención de cerrar la puerta, quedó impávida del asombro al observar sobre su cama el arete de oro, que había perdido en el cementerio la tarde del viernes santo. No podía creer lo que estaba viendo ni comprendió cómo esa joya llegó hasta allí.
Eso puso fin a su estado de somnolencia. Rápidamente buscó por toda la casa a la persona que le había dejado el arete en su cama, pero no halló a nadie, ni encontró una respuesta satisfactoria a aquel hecho extremadamente curioso, y siniestro.
A la mañana siguiente, aguardó calladamente la presencia de su padre para informarle aquel suceso durante la noche. Cuando su progenitor abrió la puerta de la casa, estaba muy perturbado.
Dolores le preguntó por qué se hallaba así y el hombre, con angustia, le informó que descubrieron el cuerpo de Carlos sin vida en el cementerio, y que habría sido alcanzado por un rayo durante la feroz tormenta desatada durante la noche del viernes santo.
La mujercita no podía creer lo que sus oídos escuchaban. Absorbida por la culpa se dirigió a su dormitorio en un mar de incertidumbre. Fue ahí en donde entendió que el amor de Carlos hacia ella cruzaba los límites mismos de la razón humana.
Comprendió que el alma de aquel hombre cumplió fielmente el pedido de su amada regresándole el arete extraviado.
Ella no tuvo consuelo ante aquel dolor y echó a llorar amargamente sabiéndose culpable por el destino fatídico de aquel vecino enamorado.