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[La infancia de los líderes] Ceferino Namuncurá: Salvado de las aguas
Ceferino Namuncurá, beato de la Iglesia Católica, nació en Chimpay, Río Negro el 26 de agosto de 1886 y murió en Roma el 11 de mayo de 1905. Era un joven laico salesiano argentino de orígenes mapuches y criollos.
Escribe: Prof. Luis Luján
Las aguas del Río Negro estaban sumamente heladas para esa época del año. El cuerpito del indiecito, que aún no había festejado su primer año de vida, quedó sumergido en esa masa acuosa que penetraba sus pequeños pulmones como si fuesen cientos de agujas punzantes.
Tal vez todo fue causa de un irresponsable acto paterno o, quizás, una ironía del destino en su corta vida, pero él estaba allí, ahogándose en las frías aguas que plagaba de elementos vivientes todas las praderas que besaba en su largo recorrido.
Absolutamente nadie advertía ese triste espectáculo del indiecito cuyo cuerpito sucumbía poco a poco debajo de una superficie cristalina. Pero algo sucedió en ese instante único.

Un haz de luz se abrió entre los nubarrones oscuros e iluminó directamente sobre la superficie del Río Negro y su progenitor vio el alma del cacique Cafulcurá posarse sobre las aguas, y rápidamente advirtió que debía dirigirse a esa misma dirección, y fue allí donde observó ese bulto pequeño sumergido en lo hondo y comprendió rápidamente cuál era la situación.
Se arrojó hacia las profundidades del río, abrazó el cuerpito del indiecito y lo emergió con todas sus fuerzas. Las aguas estaban heladas, tan heladas como el niño, como un témpano, como el alma de un padre a punto de ver morir a su hijito en sus propios brazos.
Toda la aldea corrió a su auxilio mientras el hombre mapuche trataba de revivir a su pequeño. Sabía que, si el espíritu del abuelo del indiecito salió de su propia tumba para señalar al niño que estaba en peligro, significaba que no debía morir porque estaba llamado a ser un elegido para su pueblo.
El padre recordó cuando tres años antes había batallado contra el ejército de Julio Argentino Roca en momentos en que, en pleno campo de batalla, oyó una voz que provenía de las alturas advirtiéndole un grave peligro en su vida, y que gracias a ese evento sobrenatural salvó su pellejo.
Entonces alzó los ojos al cielo y elevó una plegaria hacia ese Ser que todo lo puede, y rogó por la vida de su hijito. El niño abrió su mano y se aferró a él. En un solo vómito despidió el agua de sus pulmones y de su estómago.
Su madre, una cautiva chilena llamada Rosario, lo tomó de sus brazos y le entregó todo su calor. El pequeño “mapudungun”, pie de piedra, recobró sus sentidos y regresó a la vida.
Todos los habitantes de la aldea celebraron esa noche el milagro hacia el pequeño indiecito. Su padre, al igual que su abuelo, también era cacique de todos los mapuches, jerarquía que con el tiempo fue elevada al rango de Coronel de la Nación. Para la Nochebuena de ese año, el padre permitió que su hijito fuese bautizado por el misionero salesiano Domingo Milanesio, un importante cristianizador de los pueblos originarios.

El niño creció y fue educado para ser un excelente mandatario de su raza nativa. El cacique creyó que era menester que su hijo aprendiese todo respecto a la cultura del pueblo blanco para que así pudiese después educar a cada mapuche.
Desde aquel recordado accidente en el Río Negro el padre del niño, salvado de las aguas, presintió que ese hijo, entre sus seis hermanos, un día abandonaría la aldea por cuestiones superiores que demandaban los tiempos modernos. No se equivocó su padre al respecto.
Sabía que el hijo del cacique iba a dejar las tierras mapuches para trasladarse muy lejos de su hogar, de su tierra, de su patria, pero siempre tuvo la esperanza de que un día regresara para dirigir el destino de su nación mapuche.
Con apenas once años de edad el niño es llevado por el cacique a Buenos Aires en donde es recibido por Luis María Campos, por entonces ministro de Guerra y Marina, y logra ingresar a los talleres que la Armada tenía en la localidad de Tigre.
El cacique quería que su hijo aprendiera todo en cuanto al arte de la guerra y de la paz. Pero el pequeño mapuche sentía otro llamado para su vida, no estaba cómodo allí, y sólo estuvo tres largos y duros meses.
-Padre, no estoy hecho para esto y no deseo originarle un dolor a usted ni a toda la familia.
-Hijo, soy responsable por todo tu pueblo, y tengo toda la fe depositada en ti. Tú serás reconocido por toda la comunidad mapuche.
-¿Por qué dice usted tal cosa?
-Porque lo supe desde el día en que fuiste salvado de las aguas. Algo me reveló desde las alturas que tú serías un elegido.
-Entonces, padre, búsqueme otro destino que no sea en una carrera armamentista. Yo también siento un llamado misterioso que responde a las cuestiones del espíritu, pero temo que usted no esté de acuerdo conmigo.
Su padre advirtió que ésa no era una profesión amada por su hijo, entonces recurrió a otro amigo, el entonces vicepresidente de la Nación, el doctor Luis Sáenz Peña, quien recomendó al niño a la orden de los salesianos.
El cacique regresó a sus tierras con la esperanza de ver un buen día a su hijo educando a todo su pueblo. Esperó demasiado. Su hijo viajó a Europa, de donde jamás regresó. Su vida no iba a ser larga.
Con apenas dieciocho años de edad abandonó este mundo muy lejos de su patria. Pero el amor al prójimo, la voluntad de amar, la predicación del amor de Dios y la humildad fueron el más grande legado que el pequeño Ceferino dejó a su amado pueblo mapuche.
Sus últimas palabras fueron: “¡Bendito sea Dios y María Santísima!; basta que pueda salvar mi alma y, en los demás, que se haga la santa voluntad de Dios.”
