[La infancia de los líderes] Cristóbal Colón, el loco…

La figura del navegante genovés al servicio de España es controvertida y polémica. Este 12 de octubre se cumple un nuevo aniversario del desembarco en tierras americanas. A continuación, se presenta una historia de su infancia, recopilada en el libro “50 Cuentos de Pequeños… de Grandes Personalidades”.

Escribe: Prof. Luis Luján

Al niño le agradaba el mar. Su mente infantil estaba llena de monstruos y de fantasías increíbles, tan sorprendentes que sus padres, en muchas ocasiones, le ordenaban hacer silencio porque si sus más profundos temores eran oídos por miembros de la Iglesia, posiblemente lo acusarían de tener una mente sacrílega.

Pero él era un niño y le gustaba el mar. Sus padres, humildes tejedores, eran miembros respetables de esa sociedad burguesa. Él no deseaba aprender el oficio de sus progenitores y, al parecer, a sus hermanos tampoco.

Al niño sólo le gustaba el mar, y también a su hermanito mayor, pero las locuras sólo eran todas de él. ¿Qué diría la Santa Inquisición de sus extrañas ideas?

Pero era un niño y su mente infantil no tenía límites. Disfrutaba de sus apenas diez años recién cumplidos cuando navegó por primera vez, y presintió que sus sueños se harían realidades a partir de ese preciso instante.

Se posó en la proa de esa nave y miró calladamente hacia el horizonte muy lejano. Y allí vio cómo las nubes lo llamaban a aventurarse más allá de los límites imponibles de la razón. Era copos de nubes, accidentes del viento, juegos de ángeles.

-¡Capitán! –gritó el niño- ¿Qué hay más allá de ese horizonte enorme que está a la vista?

-Nada, niño loco, no hay nada allí, sólo agua y más agua.

-¿Pero qué hay más allá de esas aguas, mi Capitán?

-¡Ya te contesté! Los viajeros que intentaron la aventura de conocer los secretos de los mares jamás regresaron.

-¡Pero tiene que haber algo más!

-¡Niño loco, tú y tus fantasías!

Cuando regresó a su hogar inmediatamente buscó a su única hermana para contarle sus anhelos, sus deseos, sus presentimientos. Ella lo escuchó sin comprender sus delirios y allí comprobó lo que los demás decían de él, que el pobre niño estaba cada día más trastornado por el mar.

-Querido niño, deja ya de tus sueños imposibles y regresa a la realidad.

-Pero, hermana, siento en el alma un llamado hacia esos lugares extremos, verás que algún día me darás tú la razón.

-Niño, por qué no eres coherente como tu hermano Bartolomeo, que también le gusta el mar, pero él no ve fantasmas ni musas sobra las aguas, simplemente es un marinero como tantos otros.

Y a partir de allí una temible preocupación invadió su hogar. El niño de diez años estaba enloqueciendo. Sus padres lo obligaron a permanecer en una sala solitaria y oscura durante un mes en penitencia por su débil estado mental y espiritual.

El pequeño no comprendía por qué le ponían límites a su imaginación, pero sabía en su interior que sus padres temían que los miembros de su comunidad se enterasen de sus locuras y sus blasfemias.

Un sacerdote se acercó a su hogar y pretendió poner fin a sus locuras. Diez latigazos al amanecer, diez al medio día, y otros tantos por las noches hasta que el niño abandonase las ideas que Satanás depositaba en su mente.

Toda locura era obra del maligno, del genio del mal. Y si el pequeño continuaba en sus delirios la Santa Inquisición lo juzgaría y pondría fin a su desequilibro mental condenándolo a morir en la hoguera, como a las brujas y a los falsos profetas.

Ése fue el temor de sus padres, y por eso el niño guardó silencio y acalló sus sueños.

-Doménico y Susanna, su hijo está entrando en un estado de demencia y así presentaré el informe –dijo el sacerdote a los padres del pequeño soñador.

-¡Gracias! Le agradecemos cualquier favor que pudiese hacer hacia esta familia que no pretende ofender los principios de la Santa Iglesia. –

Así lo haré porque son ustedes una familia muy respetable, pero cuiden en demasía a su hijo porque sus ideas pueden provocar la ira de los inquisidores.

-¡Lo haremos, sólo tiene diez años y muchas fantasías!

Pero al niño le gustaba el mar. Tal vez no comprendió que sus locuras no eran tales, que sus fantasías podrían ser una inesperada realidad, que las quimeras que jugaban en sus noches de silencio eran las que lo llevarían más allá de los mares.

Cuando el joven abandonó su niñez, con apenas quince años, nada ni nadie detuvo sus sueños de marinero. Primeramente, fue grumete en una galera genovesa. Después comandó su barco. Había algo detrás de esas nubes que le decían que tenía que aventurarse al mar.

Jamás abandonó su locura, jamás calmó su espíritu inquieto en noches de desventura. Todos se burlaron de él desde su corta edad, el decían “el loco”. Pero ese loco desafió con sus demencias a cuantas cortes quisieron sentenciarlo, a cuantas voces intentaron acallarlo.

Era cierto que el loco estaba algo desquiciado por sus ideales. Pocos creían en él cuando exponía sus teorías. Sólo el viento y las gaviotas acompañaban el vuelo de su imaginación.

Los años pasaban en vano para su ventura y dejó olvidado los sueños de su vertiginosa infancia. No había lugar para una sola locura en su vida. Todo ese estado delirante lo relegó al olvido. La cordura fue su nueva compañera. En el largo trajinar de sus días en los mares, la desgracia recayó sobre él.

La nave que comandaba quedó envuelta en llamas y el naufragio sucumbió sus sueños. Solo en el mar, prendido de un trozo de madera, nadó a la deriva durante horas sin saber si saldría de esa terrible travesía. Pero estaba en el mar, y el mar era su vida.

No temió. Siguió el vuelo de una gaviota con el anhelo de llegar hacia alguna playa. En su agonía, el joven marino comprendió que jamás debió dejar escapar sus delirios y sus locuras.

Entonces le juró al dios de los cielos, y también al dios de los mares, que si le dieran una oportunidad perseguiría sus locuras más allá de ese horizonte azul, seguiría sus sueños hasta hallar un nuevo mundo al otro lado de los océanos, promesa infinitamente imposible para los hombres de su época.

A la mañana siguiente pudo visualizar la costa portuguesa de Lagos, cerca del cabo de San Vicente, y nadó hasta allí. Era el 13 de agosto de 1476.

Salvó su vida y así, el loco Cristóforo, cumplió su promesa a los dioses.

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