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[Miradas] El fin de la coherencia: Democracia debilitada, autoritarismo y discursos de odio
Una sensación de desorientación y fractura social recorre las democracias occidentales. El colapso de las grandes ideas que daban sentido y coherencia al siglo XX —el progreso indefinido, las ideologías unificadoras, la fe en las instituciones— ha dejado un vacío que es hábilmente explotado por movimientos autoritarios y discursos de odio.
Escribe: Félix Vera
Este fenómeno, diagnosticado por filósofos hace décadas, ha abandonado el ámbito académico para convertirse en la tensión política central de nuestro tiempo, obligando a un debate urgente: ¿cómo debe responder una sociedad abierta a quienes buscan destruirla desde dentro?
Realidad líquida
Las ideas que antes unían a la sociedad, como la creencia en un progreso constante, se vinieron abajo y la gente empezó a desconfiar de ellas.
La promesa de un futuro colectivo y unificado perdió su credibilidad, dando paso a una nueva etapa social. Esta fue descrita como una era de «liquidez» (Zygmunt Bauman), marcada por la incertidumbre, la disolución de estructuras firmes, de las instituciones, dando paso a la precariedad laboral y a una identidad personal en flujo constante.
Frente a este panorama, la respuesta fue un llamado a la adaptación. La única salida fue aprender a «adaptarse al cambio», aceptando múltiples verdades y construyendo significado a nivel individual. Una perspectiva que, aunque se presentó como tolerante y sofisticada, ha revelado ser peligrosamente ingenua y peligrosa.

La respuesta autoritaria
La profunda ansiedad y la frustración nacidas de la incertidumbre prolongada se convierten en el terreno fértil sobre el cual prosperan los nuevos movimientos autoritarios. Lejos de aceptar la fragmentación, su estrategia se basa en ofrecer una respuesta rápida, inhumana y seductora a la misma. Una nueva coherencia, simple y provocadora.
Su método es claro y efectivo. Primero, identifican un enemigo (Umberto Eco), ya sea el inmigrante, «la casta», «el kirchnerismo», «el colectivismo», las minorías o cualquier chivo expiatorio que sirva para canalizar el descontento.
Luego, ofrecen una identidad sólida, definiendo con precisión en un «nosotros» opuesto a un «ellos», que son los culpables. Finalmente, se promueve un liderazgo fuerte a través de la figura del líder carismático que promete «restaurar el orden» y cortar de raíz la complejidad del debate democrático.

Es un error tratar este discurso como una pieza más del mosaico pluralista, porque su verdadera función es la de un ácido, disolver el mosaico en su totalidad. No busca dialogar, sino anular el diálogo, valiéndose de cualquier herramienta, dentro o fuera de la ley.
Su eficacia reside en el consentimiento tácito de una sociedad fragmentada, cuya propia desunión le impide reaccionar ante lo que la destruye, incapaz de defender la estructura que la sostiene.
El dilema democrático: ¿tolerar al intolerante?
Aquí es donde las democracias liberales se enfrentan a su mayor contradicción, la idea de que una sociedad tolerante, para sobrevivir, no puede tolerar a los intolerantes (Popper, Paradoja de la tolerancia).
Si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante acaba siendo destruida por los intolerantes.
Aceptar los discursos de odio, los insultos, la banalización de los errores y las propuestas antidemocráticas como una «opinión más» en el mercado de las ideas implica un riesgo mortal.
No se trata de un debate entre diferentes políticas económicas o sociales, sino de un ataque a las reglas del juego que permiten ese debate.
La libertad de expresión, la igualdad ante la ley y la dignidad humana no son simples «relatos», sino los pilares que sostienen una democracia y un estado de derecho.

Frente a esta amenaza, emerge la necesidad de pasar de una tolerancia pasiva a una defensa activa de estos principios. Esta «coherencia militante» no es proponer imponer una nueva verdad única, sino proteger de forma intransigente las condiciones que hacen posible la verdadera libertad y la pluralidad.
El desafío, por lo tanto, se ha desplazado. La pregunta ya no es cómo vivir sin las viejas certezas, sino cómo impedir que la nostalgia por ellas nos arrastre a nuevas tiranías.
La batalla actual no es por restaurar un orden perdido, sino por defender el único sistema que nos permite gestionar nuestros desacuerdos sin aniquilarnos mutuamente.
Nuestro futuro depende de la capacidad que tengamos para darnos cuenta que la democracia, a veces, exige ser defendida con la misma ferocidad con la que es atacada.
 
															 
								 
								 
                     
                     
                     
                     
                     
                     
								 
								 
             
             
             
             
             
             
															 
								 
								 
								 
								 
								 
								 
              
              
             