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[Miradas] Lealtades y consecuencias: Ideas, debate, obediencia y dominación
Entre la lealtad y la fe se juega la salud de las ideas. Las que exigen obediencia no buscan durar, buscan dominar.
Escribe: Félix Vera
Hay quienes creen que la lealtad se termina en la puerta del cementerio. Y claro, tiene sentido pensar así, porque uno acompaña hasta donde la realidad lo permite, hasta donde el otro existe. Pero cuando alguien hace todo lo posible por llevarte hasta ese punto, cuando el acompañamiento se vuelve una meta deliberada, entonces ya no es lealtad, sino su opuesto exacto.
Las ideas, sin embargo, no mueren en la puerta del cementerio. Algunas trascienden, otras sobreviven y se transforman. Pero cuando una idea llega hasta allí, algo falló, porque perdió su sentido y su capacidad de representar a alguien o de explicar la realidad.

Existe una diferencia crucial entre custodiar que una idea llegue al cementerio y acompañarla hasta ese lugar. Lo primero es sabotaje, un asesinato lento disfrazado de moralidad. Lo segundo implica respeto y lucidez: la conciencia de que un ciclo terminó.
Esa diferencia se parece a la que hay entre el convencimiento y la fe ciega. El primero nace de la duda, del pensamiento que se interroga, mientras que la segunda la clausura. Cuando una idea en el poder exige esa fe incondicional y convierte el disenso en amenaza, no muestra fortaleza, sino miedo. Y toda idea que necesita blindarse termina confesando que ya no puede sostenerse por sí sola.
Las ideas robustas resisten el debate, mientras que las frágiles lo esquivan
Las ideas robustas resisten el debate, mientras que las frágiles lo esquivan. Las primeras se exponen, se dejan medir y cambian. Las segundas se protegen detrás de jerarquías, proclamas y lemas.
Dicen “esto es así” porque cualquier otra cosa podría contaminarlas, ensuciarlas, porque todo lo otro, por naturaleza, es impuro. Y cuando los argumentos ya no alcanzan, aparece la violencia, que no siempre es física —aunque si hace falta, se aplica—; a veces adopta formas más discretas o sutiles, como la censura, la exclusión, la difamación o la demolición simbólica.
La violencia, y más cuando es estatal, es siempre una confesión y confirmación de derrota intelectual, una manera de tapar el vacío donde deberían estar las ideas.
Cuanto más exagerada es la escenografía que rodea a una idea, más frágil es. El espectáculo moral, con sus frases solemnes, sus gestos de pureza y su escenografía de superioridad, actúa como prótesis. Cuando falta sustancia, se compensa con forma. El moralismo performativo funciona porque otorga autoridad sin exigir razón; basta con creerse moralmente superior al adversario, y si no alcanza con eso, se transforma en enemigo, en deformidad moral.

Quien sostiene una idea así no busca debatir, convencer, sino conquistar. Y para usurpar necesita vaciar el territorio. En el plano de las ideas, eso significa vaciar el debate, reemplazar la evidencia por emoción, el argumento en insulto y la lógica por liturgia.
Quien controla los símbolos termina controlando también lo que puede decirse y pensarse.
La liturgia no adorna la idea débil; sino que es el único método de supervivencia que puede imaginar, porque el fin no es convencer, sino dominar.
De ese modo se cierra el círculo. En lo político, la idea débil necesita la liturgia para no derrumbarse y esa liturgia vacía el debate para blindarse de la crítica. Y el debate vacío impide revelar la fragilidad original. Quien se atreve a romper el hechizo se convierte en hereje y es expulsado, o reducido a excremento.
Cuanto más teatralidad exige una fe, más necesita que sus fieles guarden silencio
Cuanto más teatralidad exige una fe, más necesita que sus fieles guarden silencio. Cuando las preguntas se cancelan, la adoración ocupa su lugar y el convencimiento se vuelve imposible.
Una idea que rehúye el examen se separa del mundo que debía explicar.
Esa separación no la fortalece, sino que la aísla; la vuelve abstracta, un acto de fe ciega. Y el final es conocido. Termina en el cementerio de las certezas que, en la realidad, no sirven, pero que, por momentos, hacen sentir a sus fieles mejores que los demás.
