[Historia] El extraño reptil de Yucat

Las denominaban “Tufas” y las trajeron de la selva amazónica.
Era un galgo bayo, cruza. Siempre detrás del caballo de don Jerónimo. Casi mordiéndole las patas de Bolita, así se llamaba el veterano alazán. En los campos de Yucat, había lagunas y enormes barrancones. Ninguna casa en las cercanías de los mismos. Solían largar el vacuno seco (vacas que no habían parido). Más de una vez contaban que se veían leones (pumas), zorros y… Al galgo le faltaba una oreja. Los ojos del bicho aterraban.

Alguien lo denominó “media oreja” y así quedó en el tiempo.

Tres sin raza integraban el grupo. Siempre volvían con alguna liebre. La soledad espantaba. Algunos teros o gaviotas cosquillaban el silencio. El río estaría a legua, legua y media del campo de Valdemarín. Las lagunas eran por los sesenta una constante. De vez en cuando desde la chacra de Jerónimo se organizaba alguna excursión de pesca de dientudos o algunos bagres. Gran cantidad de tortugas de aguas andaban a las anchas. Zorros colorados. Nadie los molestaba. Iguanas verdes de distintos tamaños. El Media oreja y el “rengo”, un cuzco con antepasados de terrier, no perdonaban a la hora de clavar los colmillos. Todo se repetía según Jerónimo.

Todo hasta que una mañana apareció una enorme iguana negra. Metro medio de largo y ancha. Extremadamente ancha. Con una cabeza extraña, de casco redondeado y cortona de hocico. Los ojos como un fuego negro. Dientes grandes y afilados. El lomo lleno de puntas rojas como clavos en la fragua. El bolita dio un salto hacia atrás apoyándose en sus patas posteriores. Los cuzcos encararon. El primer coletazo voló por los aires al rengo cuyo grito retumbó en las barrancas.

Toda la lucha del “media oreja” fue en vano. Encarnizado no aflojaba. El extraño bicho lanzaba un granizdo como el de un cisne agonizante. Jerónimo cargó la 16 y comprendió que no podía tirar. Pondría municiones en algunos de sus acompañantes. De las fauces del enorme lagarto soltaban un líquido blancuzco y oloriento. Dos de los canes comenzaron a revolcarse entre los yuyos. Algo les había entrado en los ojos que se pusieron rojos inmediatamente. Gemían. En un recule del media oreja vieron como esa sombra negra corría levantando las patas hacia la laguna. La perdieron. Jerónimo sacó debajo de la carona un trapo. Lo mojo y con eso lavó los ojos de los averiados. El Media Oreja no paraba de jadear.

Perdía sangre de una pata. Cerca del mediodía emprendieron el regreso. Los de ojos desorbitados se guiaban por el olor y los ruidos. Al llegar metió a todos a la pileta de agua de las vacas. El Bolita no era el mismo. Excitado. Como con miedo. Y el Media Oreja, bicho de mil combates, se echó a la sombra y el corazón parecía estallarle. Ni tomó agua. Jerónimo le comentó a Talo, quien tenía la responsabilidad de la siembra del campo, lo sucedido. Escuchó atentamente y solo atinó a preguntar el tamaño de la iguana. Oyó la respuesta y murmuró: “Es pichona todavía… creían que ya no quedaban más. Hace mucho tiempo oí de ellas, le decían algo así como ´Tufas””. Se persignó.

Volvieron a hablar del tema a la noche. Talo conocedor las historias de lugar, de Yucat y Villa Fiusa, se acercó al sol de noche y se zambulló en lo que se hablaba de las iguanas negras. Aterradores bichos. Feroces. La leyenda dejó varias supuestas vivencias…

Juan López Fiusa era un portugués que llevaba mulas y caballos a Perú. Logró muchas riquezas. Adquirió enormes extensiones de tierra. Donde hoy se encuentra la Iglesia de la Merced en Yucat, era territorio que él donó a la orden de los Mercedarios. Se habla de más de 30 mil hectáreas. Cuentan que primero, en un viaje a Perú, se trajo una yunta de “Tufas”, así la denominaban los indios amazónicas que tenían pavura a ese bicho de cuero rugoso, absolutamente negro, y en la línea de la espina dorsal todas puntas como clavos. Los comían. Se movían en grupos.

Dícese de una especie milenaria, carnívora y que desde un orificio debajo de la nariz lanzaban un líquido casi mortal. López Fiusa que no le temía a nada las fue criando. Y llegan a decir que las Tufas sentían placer en matar nativos de aquella selva.

De paso para estos territorios trajo a varias. Algunas fueron muertas a lanzazos y otras se desparramaron por la zona. Hacía mucho que por dicho territorio no aparecían. Los antiguos habitantes sostenían que eran los guardianes del diablo y que hay pinturas que así lo muestran. “Temibles animales”.

Durante años solía verse en las aguas del tercero algunas de ellas. O en los caminos. Todo formaba parte del olvido y los estigmas. Todo había quedado en el olvido. Hay que persignarse y rezar cuando aparecen. Llevan la mala suerte sobre su lomo. Frase que se trasladó por años.

Ni el media oreja ni el rengo quisieron seguir más a Jerónimo cuando se iba para los barrancones. El “bolita” se espantaba. Jerónimo nunca más abrió la tranquera para ir a esos lugares.

El trigo estaba espectacular. Iba a ser una muy buena cosecha. Podrían pagar las sequías arrastradas. Esa noche, no saben cómo, la tormenta se formó en minutos. La franja no fue muy ancha. El campo de Jerónimo y parte del vecino, no quedó con un grano de trigo. Perdieron todo por la pedrea. Rápidamente el cielo estaba blanco de estrellas.

Algunos lugareños afirman que en verano muy de vez en cuando suelen aparecer las tufas… solo que nadie las quiere mirar.

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