Sergio Denis: “Mi abuelo y sus manos…”

(En memoria de un grande)

Cronología de una charla imborrable

Abril 16 de 1994. No fue un día más en lo que respecta a mi profesión. Conocen la anécdota mis más íntimos. No solo la conversación se prolongó en más de siete horas, sino que descubrí un ser humano excepcional… Aquella situación no se me borrará jamás. La calidez de un artista como jamás encontré en otro…

Su partida…

Esta mañana de viernes (15/05) me encontré con la noticia. Había seguido su derrotero de tragedia, sin escribir absolutamente nada. Me golpeó el conocer su esperado final. Los medios indicaban que “el cantante Sergio Denis, murió a los 71 años en una clínica de rehabilitación porteña, donde estaba internado y en coma luego de haber sufrido una caída al foso del Teatro Mercedes Sosa de Tucumán mientras brindaba un show en marzo de 2019.

Abril de 1994

Al enterarme de su fallecimiento algo me retrotrajo a 1994, Hotel República. Trabajando para EL DIARIO, semanalmente, mantenía una columna de entrevistas a personalidades de todo tipo. Políticos, músicos, artistas… Con su hermano, representante por entonces, había convenido la charla para las 13.30. Llegué 5 minutos antes y él, 10 más tarde. Se disculpó. Me llamó la atención. Generalmente los que trascienden al hombre común raramente se excusan.

Gris paradoja…

Lo demás fue una sucesión de cafés y palabras con las que dibujó su vida. Por entonces tenía 45 años.  Como a las 17 hs., en la puerta del hotel un grupo de chicas voceaban su nombre. Se levantó para saludarlas. Los gritos se escuchaban desde el bar. Al sentarse me señaló hacia afuera: “Ves, cualquiera de ellas no tendría problemas en aceptar estar conmigo, sin embargo, la mujer que amo, me esquiva cuantas veces puede. No siente nada por mí. Me lo dijo. Esa mujer es la madre de mis hijos…”. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Comprendí que sonaba a paradoja. Estaba en pleno apogeo de su carrera, una presencia impactante y una sonrisa que seducía. Tenía necesidad de explicar su “fracaso”. Las revistas del amor hacían una larga lista de sus conquistas de noches cortas. Él, no dio un solo nombre.

Una vivencia que se impregnó en su existencia

“Varias leguas nos separaban del pueblo, mechones de tierra se plegaban a nuestro paso salpicando con amarronada tierra, un aire que recibía los primeros aguijones de un rojizo y cálido sol que comenzaba a redondear su panza. Pastos canosos de fina escarcha marcaban la banquina, allí se encontraban expectantes y chillonas lechuzas de retorcidos cogotes juntos gritones teros que saludaban nuestro paso. El “Moro”, mordedor de frenos, siempre atado al lado izquierdo, por el espante, la “Oscura”, de gastado trote arrastraba los vasos en un irregular repiqueteo, “Chatón” ruso con silueta de batea nos cimbronaba en mecedor traqueteo, mientras sus pesadas ruedas de madera, chnfleaban finas piedras arrancando sonoro crujidos. El y Yo. Él y sus manos. Las dos riendas se sobado cuero enroscada en una, en la otra el látigo de largo tiento y corto mango, que chasqueaba el aire como asustando a los tungos. No más que eso. Gorra lanera cubría su cabeza, un palillo de alfalfa descansaba en la comisura de sus labios heridos de eternos fríos…, Los ojos claros, clarísimos -los míos se le parecen. Indicó-, transparentaban la mirada en un horizonte matizado de policromías. Vieja manta de zurcidos dobleces nos cubrían las piernas que apoyada en la baja madera movíamos graciosamente cuando los caballos nos arrojaban su olorienta y verde bosta. Gran parte rebotaba en las cadenas. “Pasaban” los postes, hábitat de horneros y jilgueros. El abuelo sonreía mientras por momentos dejaba sus dedos jugando en mis cabellos.  Caricias que saltan la cronología del recuerdo, impregnadas con esas manos grandes, enormes y duras, ásperas, fuertes y heridas, cálidas y tiernas, casi dos gaviotas revoloteando hacia el infinito. Disimuladamente las comparaba con las mías, qué pequeñas -las sentía-, mientras él me acomodaba lo guantes de lana. Soñaba con ellas, sus manos se mimetizaban en el trigo de la vida, en la valiente madera que entrega su cuerpo, en la tierra herida que pare vidas, en las hojas de otoño. Aminoró la marcha, nos encontrábamos muy cerca del caserío, demasiado cerca. Aquellas manos hechizadas se habían devorado el camino, intenté detener el tiempo. Fue imposible. Con una sola mano tomaba los tachos de leche como si fueran plumas. Desde entonces siempre anhelé que cuando fuese grande la vida me diera… los rasgos de ese ser tan importante en mi vida…”

“Él me enseñó a cantar en alemán, tocar el acordeón”

Su nombre Héctor Hoffman “no sonaba para artista, ahí nació Sergio Denis”. Casado, tres hijos, Federico, Bárbara y Victoria. “La cuestión pasa por equilibrar la vida personal con la artística”. Descendiente de alemanes que amaban trabajar la tierra y la madera. Su padre sería carpintero. Habla con emoción de su pueblo coronel Suárez, donde levantaron una casa con adobe. “Mi abuelo tiene para mi una dimensión humana imperante. Él me enseñó a tocar el acordeón, canciones en alemán… tuvo máquinas para cosechar. Siempre el laburo. Todo era sacrificio en busca del pesito para mantener la familia”

Las riendas envolviéndolo

“Soñaba con tener las mismas manos que él, parecerme a través de ellas. Las riendas que las apretaban le dibujaban mapas azules. Las venas se les inflaban en los tironéos de los caballos. Anhelaba esos rasgos. A los 20 años las mías tuvieron casi el mismo tamaño que las de él. Por no se parecían. La dimensión de ese ser escaba al vuelo de mi imaginación. El sol golpeaba esos ojos de agua y no parpadeaba, mientras a media voz canturreaba una vieja canción de sus terruños.  Era él y yo, y un mundo que por entonces me pertenecía porque tenía la protección de sus manos. Hoy a los 45 años, puedo palpar el sonido de un guitarra, “tactar” la vibración de una mujer sedienta de amor, llenarme de astillas o colar arena, ellas amoldarán sueños postergados y medirán los largos silencios. Apéndices del cuerpo, bastones blancos de mi alma, claro, sé que nunca, nunca alcanzarán la sabiduría simple y profunda de las de él… de ese querido y entrañable viejo. Mi inolvidable abuelo…”

Mis respetos, cálido ser de profesión cantor, de nombre Héctor, aunque el mundo lo conoció por Sergio Denis. Por allí en lo etéreo, encontrás volando esas formidables manos de tu entrañable abuelo.

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Una incógnita

Sergio Denis, un año después escribió una poesía a las manos de su abuelo. Desconozco si la hizo canción, como lo ansiaba. Por allí, extraviada entre añosos libros, andará en mi destartalada biblioteca, una carta de su puño y letra, contándome, precisamente, como había nacido ese tema… De aquella charla, hace 26 años y el recuerdo vibra intacto.

(El dibujo que ilustra este escrito pertenece a un queridísimo amigo ya fallecido, un artista con mayúsculas, el inolvidable Nino Menardo)

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