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[Sociedad intoxicada] El alto costo de medicar personas sanas, haciéndoles creer que están enfermas
Mientras la industria farmacéutica no deja de acrecentar sus millonarios niveles de ventas, la sociedad es víctima de una epidemia de efectos adversos, en su mayoría causados por medicamentos que son recetados sin necesidad. Así lo denuncia en su nuevo libro el experto catalán, Joan-Ramón Laporte, quien en una entrevista con La Prensa describió este peligroso entramado que involucra a médicos, publicaciones científicas, agencias reguladoras y estudios con resultados falseados.
Escribe: Agustina Sucre (*)
Más de la mitad de los fármacos son recetados de manera innecesaria y los medicamentos de uso más común son una de las principales causas de enfermedad, incapacidad y muerte. Una alarmante realidad que ha llevado a una epidemia de efectos adversos, según lo advierte el profesor y doctor catalán Joan-Ramón Laporte en su libro “Crónica de una sociedad intoxicada” (Ediciones Península, 2024).
Mientras el consumo de medicamentos aumenta sin cesar, la salud de las personas parece estar cada vez peor. Una situación de la que no está exenta la Argentina, donde en el cuarto trimestre de 2023, la facturación total de la industria farmacéutica registró 829.789 millones de pesos, lo que representa un incremento de 210% en relación con el mismo trimestre de 2022, según el informe del Indec “Industria farmacéutica en Argentina”, del 18 de marzo último.
En su libro, el catedrático e investigador catalán no solo hace una crítica argumentada del consumo abusivo de medicamentos y de la industria que controla la sanidad pública, sino que además derriba falsas nociones en torno a tratamientos ampliamente extendidos, como el del “colesterol alto” en adultos mayores o el uso indiscriminado de los mal llamados “antidepresivos”.
Tras varias décadas dedicadas a la investigación y la docencia, Laporte repasa en su libro el origen, la investigación y desarrollo, la regulación, la prescripción y el consumo de medicamentos en la sociedad actual, y analiza los intereses y las prácticas de compañías farmacéuticas, legisladores, agencias reguladoras y profesionales sanitarios, que han conducido a la situación actual.
“La industria, a través de sociedades científicas, grupos de expertos, etcétera, ha logrado que dominen en la cultura médica unos protocolos de tratamiento de enfermedades que a menudo no son tales enfermedades o son solo síntomas, que sugieren alguna enfermedad”, subrayó Laporte en una entrevista con La Prensa.
“De manera que la acidez gástrica por reflujo gastroesofágico se equipara inmediatamente a cáncer de esófago, y el colesterol a infarto de miocardio. O, en las mujeres después de la menopausia, la osteoporosis al riesgo de fracturas… pero todo esto consiste en ampliar los mercados”, detalló el investigador, quien en 1982 inició la notificación de efectos adversos de medicamentos en Cataluña, que fue el embrión del Sistema Español de Farmacovigilancia y un año después fundó el Institut Català de Farmacologia, donde se formaron centenares de profesionales de Argentina y otros países de América Latina.
– Parece que estamos viviendo la gran paradoja de tomar medicamentos para no morir, que pueden terminar por matarnos. ¿Cuál es el engranaje que posibilita esta epidemia de efectos adversos de los medicamentos a la que se refiere en su nuevo libro?
– En una primera visión, podemos ver que lo que ocurre es que la mayoría de los medicamentos son prescritos a personas que no los necesitan o a personas que pueden ser muy susceptibles a sus efectos adversos, y que se prescriben normalmente a dosis demasiado altas para ser seguras.
Esto ocurre en los sistemas sanitarios con cobertura universal y sé que también ocurre en obras sociales de la República Argentina.
La mayoría de los medicamentos son prescritos a personas que no los necesitan o a personas que pueden ser muy susceptibles a sus efectos adversos
Pero una visión de lo que hay detrás de eso nos hace mirar hacia la industria farmacéutica -que tiene unos valores que no son los valores de la sanidad, de la atención sanitaria y demás, pero que cumple su papel: vende medicamentos; unos estados que legislan más en favor de la industria que en favor de los ciudadanos, y esto se ve en muchos de los artículos de las leyes que regulan los medicamentos en cada país o en la Unión Europea, por ejemplo.
Además de una legislación favorable, hay unas reglas del juego internacionales en la regulación de medicamentos y en los criterios para aprobarlos que, de hecho, han sido elaboradas por la industria farmacéutica a través de un organismo que se llama Conferencia Internacional de Armonización de los Requisitos para la Autorización de Medicamentos, y unos sistemas sanitarios que en realidad deberían ser empresas de conocimiento -es decir empresas en las que las decisiones que se toman respecto a cada paciente o a vacunar o no vacunar, deben basarse en los conocimientos-, pero que delegan la formación de sus profesionales en la propia industria.
A lo largo de la vida profesional de un médico, los conocimientos para ejercer una sola especialidad -cualquiera sea- se calcula que se multiplican por dos -se duplican- cada siete a ocho años.
En una vida profesional que dure desde los 25 a los 65 años (40 años), se van a multiplicar varias veces por dos. ¿Quién forma? ¿Quién se encarga de la formación continuada de los médicos? Naturalmente, ellos mismos lo procuran.
Pero la mayoría de las fuentes a las que pueden acudir, los cursos, los congresos y demás son financiados por la industria y, por tanto, los temas de los que se habla, los temas de interés, son los temas de interés para la industria.
-Todo esto contribuye a “medicar personas sanas haciéndoles creer que están enfermas”, según usted explica. ¿Qué ha pasado entonces con la premisa de la medicina de ‘primero no dañar’ ? ¿La ética es la gran ausente en la medicina actual o simplemente se actúa bajo ignorancia?
– Creo que es influencia comercial, modas. Los medicamentos son prescritos prácticamente en cualquier acto médico. La mayoría de las visitas médicas terminan con la prescripción de un medicamento o la repetición de una prescripción.
Por tanto, si uno estudia cómo se usan los medicamentos, puede darse cuenta de cuáles son las actitudes del sistema sanitario en su conjunto ante el diagnóstico de las enfermedades, ante su seguimiento, ante el acompañamiento de los pacientes que más lo necesitan…
Claro que hay otras cosas aparte de dar medicamentos. A un diabético se le dan consejos dietéticos y demás, pero también los estudios revelan que muy a menudo se dan antes los medicamentos que los consejos de buena vida o de vida saludable.
Esto se debe a que la práctica de la medicina ha cambiado mucho. Y ha ido cambiando desde hace muchos años. En el siglo XIX, para diagnosticar una diabetes se probaba el pipi del paciente. Si estaba dulce, era diabético.
Después esto se sustituyó por pruebas de laboratorio… Los pacientes eran tocados, palpados, explorados, auscultados. Ahora todo esto es sustituido por ecografías, resonancias… con muchas ventajas de especificidad y de sensibilidad diagnóstica, pero ya cambia la relación con el paciente.
Y los medicamentos forman parte también de este giro de la medicina hacia una base mucho más tecnocrática, o incluso tecno-idólatra, y menos de relación humana. Se pierde también el contacto humano con el médico, la importancia del seguimiento a largo plazo, en fin, todas estas cosas que son propias de la medicina.
Y la industria, a través de sociedades científicas, grupos de expertos, etcétera, ha logrado que dominen en la cultura médica unos protocolos de tratamiento de enfermedades que a menudo no son tales enfermedades o son solo síntomas, que sugieren alguna enfermedad.
De manera que la acidez gástrica por reflujo gastroesofágico se equipara inmediatamente a cáncer de esófago y el colesterol a infarto de miocardio. O en las mujeres después de la menopausia, la osteoporosis al riesgo de fracturas… pero todo esto consiste en ampliar los mercados.
Igual que cuando se aprueban medicamentos para la obesidad ¡y el sobrepeso!… claro, una cosa es aprobarlo solo para personas con una gran obesidad y otra es para personas que se sienten gorditas y quieren adelgazar unos kilitos. Son cosas diferentes.
Pero se medicaliza el malestar y se medicalizan las preocupaciones de la vida. Y esto se hace porque la solución al problema, al estar medicalizado, ya es una solución tecnológica, no es una solución social.
Cuando examino el consumo de psicofármacos en mi país, con los datos que he visto sobre todo de Catalunya y veo que las mujeres consumen dos o tres veces más que los hombres, que los mayores de 65 años consumen siete u ocho veces más que los menores de 65 años, que las personas que están desocupadas y que no tienen trabajo consumen seis o siete veces más que las que trabajan, que el quintil más pobre de la ciudadanía consume seis veces más que el quintil más rico, compruebo que éstos deben ser síntomas de que el sistema sanitario está tratando el malestar social más que verdaderas enfermedades.
Y esto da lugar a un malestar que puede causar una patología. No diría que sea una enfermedad no dormir un día ni no dormir bien una semana, por ejemplo, después de la muerte de un ser querido, ni diría que es anormal estar triste después de la muerte de un ser querido. Es normal y es malestar, naturalmente, pero no es una enfermedad. Es incluso un mecanismo saludable de adaptación a la nueva situación.
– Otro de los aspectos a los que se refiere en el libro vinculados con la sobremedicalización es el colesterol. ¿Qué es lo que hay que saber al respecto?
– El colesterol que circula en nuestro plasma sanguíneo, en nuestra sangre, es un colesterol en más de un 85% fabricado por nuestro organismo, no es el que procede de los alimentos. El colesterol que procede de los alimentos, es desdoblado, roto, por enzimas durante la digestión.
Entonces somos nosotros los que fabricamos el colesterol y a este colesterol, según la proteína a la que va unido en la sangre, se le llama HDL, que es el que llaman ‘bueno’ y el LDL, que es el que llaman ‘malo’.
Efectivamente, se ha visto que en adultos no mayores -de 40 a 60 años- una concentración elevada de colesterol en sangre significa un cierto aumento del riesgo de infarto de miocardio.
A esto se le ha dado mucha importancia porque el infarto de miocardio es una de las principales causas de muerte. Pero, en realidad, también se ve -y sobre todo en las personas mayores- que el colesterol elevado también se asocia a mayor protección de las neuronas, porque el colesterol es necesario para la fabricación de las vainas de mielina de las neuronas, y se asocia a una longevidad más larga, a mayor edad. Es decir, que no es cierto que un colesterol alto mate.
Cada día es más frecuente oír a un cardiólogo que dice ‘el paciente se ha muerto pero el colesterol estaba bien’. Los cardiólogos miran el colesterol y el electrocardiograma y otras técnicas más sofisticadas, pero cada vez preguntan menos cómo se encuentra el paciente. Y a veces lo hinchan a medicamentos que hacen que el paciente se encuentre peor para obtener un beneficio que es dudoso.
Por lo tanto, es un mito que las grasas den lugar a más colesterol. Es un mito que el colesterol produzca la arterioesclerosis. Lo que produce arterioesclerosis es el colesterol oxidado. Y el colesterol se oxida cuando estamos sedentarios y no nos movemos.
El ejercicio hace que no exista colesterol oxidado en sangre, ni HDL ni LDL. Es el colesterol oxidado que se adhiere a la pared de la arteria el que puede comenzar a formar los trombos propios de la arterioesclerosis. De manera que, si queremos prevenir trombos, si queremos no morirnos de infarto y preferimos morirnos de otra cosa -porque de algo tenemos que morir- pues es mejor hacer ejercicio, que fijarse en el colesterol.
– En este escenario que describe da la impresión de que la industria farmacéutica compra todo tipo de voluntades, desde las de los políticos, las agencias reguladoras, los médicos… En su amplia trayectoria, ¿las farmacéuticas han querido comprar su voluntad?
– Sí, claro. Me han intentado seducir de muchas maneras… con invitaciones, etcétera. La industria cambió mucho a partir de los años 90. Con la creación de la Organización Mundial del Comercio y las patentes sobre los nuevos medicamentos que otorgan una exclusividad de mercado al titular de la patente que es de alcance global.
La agresividad comercial para aprovechar el periodo de exclusividad que tienen las compañías se ha exacerbado. El que vende un producto te dice que este producto es perfecto, que no tiene efectos indeseados o ni habla de éstos, exagera la eficacia… y se dice que la industria ha influido.
Claro, la industria ha influido porque el poderoso siempre ha comprado voluntades. Y no las compran solo con dinero ni con regalos. Las compran con zalamerías, ayudando a mejorar el currículum, en fin, de muchas maneras. Y los técnicos de marketing saben que a cada uno hay que encontrarle su punto débil y cuando se lo encuentran, aprietan por el punto débil.
Hasta el 2000 nosotros colaboramos con muchas compañías farmacéuticas en proyectos de investigación, que diseñábamos nosotros, realizábamos nosotros, analizábamos nosotros, pero reconocíamos su patrocinio para los proyectos.
Y los publicábamos nosotros, según creíamos la conveniencia, según los resultados que encontrábamos. Es decir que eran proyectos independientes de investigación. Pero esto terminó a partir de los 2000.
En el 2001 una compañía farmacéutica me llevó a juicio por denunciar que estaba vendiendo un antiinflamatorio, que se conocía en todo el mundo con el nombre de Vioxx, que estaba escondiendo los efectos indeseados y que concretamente estaba escondiendo que producía infarto de miocardio, que había adulterado los resultados de un ensayo clínico para hacerlo pasar como un fármaco seguro, pero que en realidad los resultados de este ensayo mostraban que este fármaco aumentaba el riesgo cardiovascular.
Ahí sí que tuvimos un juicio en el que la compañía instó a que rectificáramos el texto del boletín que editaba el instituto de farmacología. Nosotros nos negamos. Y afortunadamente ganamos el juicio y ocho meses después el fármaco fue retirado del mercado en todo el mundo, precisamente por el riesgo de infarto de miocardio, que era vox populi, no lo adivinamos nosotros. Solo que nosotros lo dijimos, lo que se sabía pero no se hacía público.
– De estas situaciones en las que se conocen los efectos adversos graves, pero no se toman medidas necesarias para proteger a la sociedad hemos visto bastante… Usted mismo recientemente ha advertido en el Congreso de España la falta de estudios suficientes para avalar la vacunación masiva contra el covid. ¿Qué consecuencias le ha traído escupir estas verdades al mundo?
– Nada… algunos son los insultos habituales, otros apartarme de ciertos medios de comunicación, otros hacer como que esta opinión no ha sido dada… hay muchas maneras de hacer frente a una voz discordante.
Pero la industria farmacéutica actúa mucho más convenciendo a base de zalamerías que a base de amenazas. Las amenazas son raras. Y no renuncian a ejercerlas si hace falta, pero sobre todo lo que han logrado es las leyes a favor, las normas de regulación a favor, los sistemas sanitarios que le dan todo su poder de inteligencia y de decisión para que ellos formen a los médicos, que son los decisores del consumo. Esto es un poder por lo que ya no hace falta amenazar demasiado.
Por ejemplo, la mayoría de los médicos creen que los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) -como la fluoxetina y sus congéneres- son antidepresivos. Pero no son “anti” depresivos, no tienen un efecto específicamente contra la depresión, como explico en el libro.
Unos venden otros fármacos como la quetiapina, la olanzapina, la risperidona, aripiprazol, como “anti” psicóticos, pero no son antipsicóticos, son neurolépticos, son fármacos que te bloquean el cerebro y las emociones, y pueden ser útiles para tratar episodios agudos de psicosis como muchos síntomas que se llaman ‘positivos’ (de alucinaciones y demás).
Pero lo venden como si fueran específicos y no lo son, son moléculas extrañas al organismo que precisamente por el hecho de ser extrañas al organismo, causan el efecto farmacológico buscado y muchos más… actúan sobre el órgano que se espera que actúen, pero también sobre otros órganos y producen efectos que no se esperan, que son indeseados, y que a veces pueden ser graves y conducir hasta la muerte.
– ¿Cuál es el rol de los estudios científicos y las publicaciones médicas a las que se presentan como “prestigiosas” en este entramado de manipulaciones en pos del comercio?
– El prestigio vende. Y es así. Las publicaciones médicas más influyentes, desgraciadamente, unas más, otras menos, están muy influidas por la industria farmacéutica.
Hay muchas maneras de convencer a un director de una revista médica prestigiosa para que acepte un trabajo. No se le puede “teóricamente” sobornar. La revista no puede recibir dinero o facturar por el hecho de aceptar un artículo, pero el laboratorio, por ejemplo, puede prometer que van a comprar un millón de separatas a 5 dólares la separata y ya está.
Por otra parte, muchos directores de revistas médicas son a la vez asesores de laboratorios farmacéuticos, figuran como firmantes de ensayos clínicos realizados por laboratorios farmacéuticos -a menudo con resultados falseados-, ensayos clínicos que ellos no han hecho, solo ponen la cara y el prestigio del profesor de tal universidad o de tal otra.
A menudo reciben un dinero por esto y además mejoran su currículum académico… Cada vez se cree menos en el mundo en los currículums basados en el factor impacto, en revistas de prestigio y demás, por suerte.
Pero hemos sufrido una fiebre en este sentido. Y cada vez se ponen más en duda, pero todavía veo que no se mueven demasiado las cosas, por el hecho de que estas revistas le cobran al autor por publicar.
Si yo publico un artículo en el Lancet, ellos me mandan una factura de lo que vale que mi artículo sea de acceso libre en internet. Si yo no pago eso, normalmente deciden no publicarlo. Pero si deciden publicarlo, solo es para suscriptores.
En España los organismos públicos de investigación, las universidades, pagan conjuntamente más de 400 millones de dólares solo por poder publicar en estas revistas y después poder acceder a ellas.
De manera que el autor para poder tener una mejora en su currículum cede los derechos de autor y encima paga para poder ver su propio trabajo. Yo mismo tengo una veintena de trabajos publicados en la revista Lancet y ahora mismo, desde mi casa, incluso usando la web de la universidad, algunos no los puedo leer porque tendría que pagar para poder hacerlo.
Esto tiene que terminar. Ellos están muy contentos si se publican ensayos clínicos de nuevos medicamentos, que hacen separatas y tal, porque les aumenta el volumen de negocio.
En el libro hablo en algún sitio del papel de las publicaciones médicas en psiquiatría, con los mal llamados “antidepresivos” y hablo de un club de millonarios, de gente que ha ganado en pocos años más de un millón de dólares solo por publicar artículos de la industria en estas revistas de gran prestigio en psiquiatría… el “American Journal of Psychiatry” y revistas de este tipo, que son las primeras en Psiquiatría.
– ¿Qué aconsejaría a la sociedad en general para escapar de este consumo innecesario de fármacos y de la epidemia de efectos adversos? Parecería ser un laberinto sin salida…
– Me es difícil resumir, pero para los usuarios diría: cuando usted vaya al médico, déjele claro que usted no busca medicamentos si no son necesarios.
Si el médico le prescribe un medicamento, pregunte qué es lo que esperamos que haga ese medicamento… ¿que me cure la infección, que me quite el cansancio, que me quite las ganas de llorar?, ¿qué es lo que pretendemos? Pregunte cuánto tiempo va a durar esto.
El medicamento no es para toda la vida, esto es importante: saber que los tratamientos empiezan y terminan. Pregunte si la dosis que le está dando es adecuada para usted, porque muchos médicos no se fijan en el peso y le dan lo mismo a un paciente de 50 kilos que a uno de 100. Y la dosis, naturalmente, no puede ser la misma.
Si ya está tomando algún otro medicamento pregúntele si puede interferir con este otro medicamento que está tomando, aunque no se lo haya recetado él. Por ejemplo, un contraceptivo hormonal que no haya recetado el médico.
Otra cosa que sería interesante -si llegamos a la quinta pregunta- (risas) sería, si le receta un medicamento que es nuevo o que es de marca, que no es un genérico, preguntarle por qué.
¿Por qué me da el nuevo, que es un medicamento que conocemos mucho menos, y no me da el antiguo? ¿Es que yo tengo doctor alguna enfermedad especialmente grave? ¿Y usted sabe si el medicamento nuevo lo han comparado con los antiguos, si es mejor?
Porque tendemos a creer que un nuevo teléfono celular, un nuevo modelo tiene más prestaciones, la batería dura más, tiene más memoria… Pero con los medicamentos esto no ocurre. El último medicamento de una serie no es el mejor, es el último.
Y normalmente ha sido solo comparado con un placebo, pero no ha sido comparado con sus congéneres anteriores. De modo que no sabemos si es mejor o peor. Además, como es nuevo, no tenemos experiencia de uso y puede que nos equivoquemos más con las dosis.
Como es nuevo, no conocemos los efectos adversos que no son frecuentísimos y no han sido vistos en ensayos clínicos y, por tanto, sabemos menos sobre su seguridad. Por lo tanto, un medicamento nuevo no es la primera elección, no es el preferible, no es el mejor, aunque lo pague la obra social, no es este el problema.
– Seguramente el medicamento nuevo será también el más caro…
-Sí, normalmente es el más caro porque es el que está con patente y por tanto tiene exclusividad y tiene un precio más alto. Un vino más caro tendemos a creer que es mejor, pero con los medicamentos esto no es así. Un medicamento es más caro porque está patentado, porque tiene una patente todavía vigente. El coste de fabricación de un medicamento es una parte muy pequeñita del precio de venta final.
– ¿Qué les diría a los médicos para que recuperen la capacidad de ejercer el verdadero “arte de curar”?
– Les diría muchas cosas, que ya las saben. El caso es que hay que aplicarlas. La primera: mira antes a la persona que a las enfermedades que tiene y considera cuáles son las más importantes para él y también las que tú ves como más peligrosas o más necesarias de tratar.
La segunda, no te creas un salvavidas. Porque la medicina no salva vidas, lo máximo que puede hacer es diferir la muerte.
La tercera, no te presentes como el que va a solucionar todos los problemas, porque hay muchos problemas que no se pueden solucionar, aunque quizás se pueden mitigar.
La cuarta, escucha. Escucha sobre todo lo que te está diciendo el paciente y cuál es la queja.
La quinta, establece un acuerdo. Que la persona que vaya a comenzar o no comenzar un tratamiento o a comenzar o no comenzar una dieta participe de la decisión. Sé flexible en la negociación. A ti quizá no te guste que tome media cucharada de azúcar, pero mejor media que las dos que tomaba. Esta negociación es también importante.
Si el paciente necesita tratamiento, considera si debe ser farmacológico. Si debe ser farmacológico, considera cuál es el fármaco de primera elección. Es difícil resumir cómo se elige, pero la experiencia cuenta mucho. Y después decide la dosis y demás. Pero, sobre todo, comunica con el paciente. Quiero decir: escuche, pacte, consensue.
Prescribir es una palabra que no me gusta porque etimológicamente quiere decir “dar la orden de” y, de hecho, lo que tiene que hacer el médico es recomendar.
(*) El artículo fue publicado originalmente en La Prensa