García Márquez: A 11 años de su adiós, cien años de soledad y una obra para toda la eternidad

Este 17 de abril se cumplió 11 años del fallecimiento de Gabriel García Márquez. Recordamos al brillante escritor y periodista con una reseña de su vida personal y literaria.

Escribe: Germán Giacchero

Gabo no murió ese 17 de abril de 2014.

Claro que no.

Si no, lo hubiera hecho mucho antes. Cuando le pidió al borde del desconsuelo a su editor en Buenos Aires que si no le gustaba el manuscrito enviado, lo rompiera, que él olvidaría esa novela que le había deparado un año y medio de encierro, penurias y soledad. Menos mal que el universo y la imaginación apasionada conspiraron para que eso no ocurriera.

Mercedes, su mujer de toda la vida, había enviado desde Colombia las mil y pico carillas en dos paquetes para que costara más barato. Antes, había realizado malabares para sostener la devastada economía familiar, mientras él, en su exilio hogareño, paría desde el hambre y el talento “Cien años de soledad”.

La novela que lo haría rico para siempre y le otorgaría prestigio universal, con millones de copias vendidas hasta hoy en tantos idiomas que serían imposibles de contar.

O quizás este colombiano ciudadano ilustre del mundo podría haberse marchado antes. Cuando sus crónicas sobre el relato de un marino náufrago desnudaron las mentiras de la dictadura de su país y la travesura le valió el exilio forzado en Europa y marcó el inicio de su pasaporte como trotamundos.

En tierras extrañas, al borde del hambre, antes del hambre de Cien años de soledad, comenzó a escribir la desangelada historia de un coronel que no tenía a nadie que le escribiera.

Gabo no se fue. Si no, este maravilloso narrador se hubiera ido con la soledad.

No solo la soledad eterna de Macondo y la de los Buendía. También la soledad propia del escritor y la que se esconde detrás del cortinado de las luces y sombras de la fama.

Y la soledad de América Latina, que en forma magistral desnudó en la ceremonia que talló en bronce su figura para siempre. Con el Nobel en la mano, el mayor ícono del realismo mágico demostró que la realidad del continente, “un manantial de creación insaciable”, no tenía nada que envidiarle a sus historias extraordinarias con personajes y hechos fantásticos que se vuelven creíbles para siempre.

Gabo no nos dejó. Si no, este periodista que nunca supo de límites entre literatura y periodismo, y si los conoció se encargó de borrarlos a golpes de fantasía, lo hubiera hecho cuando Vargas Llosa descerrajó una trompada al medio de su rostro por un motivo que nunca trascendió, aunque todos sospechen de un asunto de polleras.

El autor que decretó que el periodismo es el mejor oficio del mundo nunca devolvió la gentileza que puso fin a la amistad con el peruano, también Nobel de Literatura y devenido defensor del liberalismo económico, con quien alguna vez compartieron la simpatía de la izquierda por un mundo mejor.

Gabo tuvo mil oportunidades de morir. Pero no.

No lo hizo cuando un cáncer le carcomió parte de sus pulmones. Ni cuando su memoria prodigiosa comenzó a flaquear. Ni tampoco cuando, convertido en defensor de utopías socialistas, algunos lo acusaron un poco más de asesino por avalar regímenes que no comulgaban con los derechos humanos. Sin embargo, varios se olvidaron de que aprovechando su amistad con Fidel Castro logró que varios presos políticos pudieran ser liberados.

Menos lo hizo cuando por un giro político interno, los mandamases de Prensa Latina, la agencia de la Revolución Cubana que él había contribuido a fundar al calor del impulso del Che y en compañía de periodistas notables como Rodolfo Walsh (a quien García Márquez admiraba y perdía aviones solo para conversar con el autor de “Operación Masacre”), quemaron todas sus crónicas por sospecha ideológica, según reveló uno de sus compinches de aventuras de antaño, su colega argentino Rogelio García Lupo.

Este gran titulador, porque además de excelente escritor fue un destacado creador de títulos que sortearán los diluvios universales, podría haber arrancado su vida terrenal del mar caribeño y de la selva tropical cuando cometió el supuesto desliz de pedir casi a gritos “jubilar la ortografía”, a la que calificó como “terror del ser humano desde la cuna”.

Varios de sus colegas lo sacrificaron. ¿Quién se creía este insolente para cometer semejante torpeza por más ego y laureles que tuviera? Se olvidaron de algo, claro. Eso que se llama genialidad. O impunidad que otorga la genialidad.

Por eso, Gabo no murió entonces.

Ni murió hace 11 años, cuando todas las crónicas del mundo se ahogaron en ríos de palabras con las condolencias por el adiós terrenal de este infatigable contador de anécdotas, nunca un escritorcito de moda; de este periodista célebre por sus novelas que no concedía un segundo reportaje al mismo entrevistador; de este escritor que para hacer su arte necesitaba de una gran lucidez, por eso sostenía que era “alérgico” a las drogas, aunque alguna vez se había dejado tentar por la marihuana.

Gabo no murió entonces, cuando las editoriales idearon más que nunca un relanzamiento especial de sus obras y las redes sociales se inundaban con frases lacrimógenas o historias asombrosas de ese pequeño que contó su infancia tremenda en Cien años de soledad; de ese marido que compró y quemó todas las cartas que había enviado a su esposa durante el noviazgo, por temor a represalias y reproches; de ese grandulón consagrado que dormía con las luces encendidas porque lo asolaban los fantasmas de la oscuridad; de ese ser eterno que invitaba a soñar y al que le bastaba con que lo quisieran mucho.

Claro que no murió, a quién se le ocurre semejante disparate.

Si Gabo nos dejó 87 años de pura vida, cien años de soledad y una obra para toda la eternidad.

Brindemos por eso.

Compartir:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *