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[Historias] Loli y el hombre viejo del Impala rojo
“Le aseguro que me conmovió cuando la vi. Tocó el timbre de mi casa, y cuando salí una mujer de baja estatura, casi obesa y mal vestida, me ofreció medias. Vendía medias y ropa interior. El cabello era casi una madeja gris de masa de grasa. Me llevó varios minutos reaccionar y darme cuenta de quién se trataba… no lo podía creer…”.
Escribe: Miguel Andreis
“Loli, la más bella del barrio. Nadie vestía como ella… me acordé de mi madre y sus opiniones; de las cosas que decían otras amigas adolescentes. Era el emblema de mujer a imitar… allí estaba, ofreciendo medias. Desconozco si se dio cuenta de quién era yo… tal vez no”.
Dora tomó asiento en nuestra Redacción y se detuvo unos instantes al observar la luz encendida del grabador. Apagó su teléfono como para dejar que el tiempo transcurriera.
Antes nos había explicado que tenía la necesidad de contarnos la historia de Elena E., a la que llamaban Loli.
“Con mi familia vivíamos en el barrio Bonoris (actual Güemes); mi padre era obrero de la Fábrica de Pólvoras. Yo, la menor de dos hermanos varones. En la misma cuadra estaba la casa de ella – que en los sesenta- no tenía más de 21 ó 22 años. Bajita, bellísima. Rostro color aceituna, ojos verdes y un cuerpo exuberante. Llamativa.
Su madre, tengo entendido cobraba una pensión de su finado esposo. Vivían con tres medias hermanas. Esta joven generaba sensaciones bien contrapuestas: los hombres giraban la cabeza a su paso; mientras que las mujeres no ocultaban su desagrado. Se movía provocativamente. Sonreía. Siempre sonreía”.
Dora avanzó: “Nosotros éramos menores que Loli. Nos saludaba amablemente cuando nos encontrábamos en el almacén de Don Ortalda o en la carnicería del Chiquito. Mi madre no disimulaba su rechazo. Un rechazo, entendíamos que, sin sentido, montado a puro celos nomás. Irracional. Jamás esa chica se fijaría en mi padre. Él sí. Ellos sabían algo que nosotros ignorábamos”.
“La agraciada dama comenzó a vestir con ropas costosas. Cuando nadie tenía botas ella aparecía con un par distinto todos los días. Al poco tiempo unos albañiles transformaron el viejo frente de su casa. Nuevas aberturas. Veredas de mosaicos le daban un perfil
majestuoso al inmueble. La más moderna de la cuadra.
Un sábado a la tarde vimos como Loli iba y venía aprendiendo a andar en una Siambretta 125 cc.; Dos meses después ya trepaba a una Vespa flamante”.
“Un día almorzando, el menor de mis hermanos comentó que a la vuelta de la esquina, un hombre pelado, mayor, siempre impecable, dejaba un imponente auto rojo. Largo, majestuoso y se iba caminando hasta la casa de Loli.
No pasó mucho tiempo que el lustroso automóvil ya quedaba estacionado frente al domicilio de ella.
Nadie ignoraba de dónde provenían los fondos para esos cambios. Mi padre lo tomaba con displicencia. Mi madre le reprochaba: ‘Quisiera ver qué harías si tu hija te cae con un viejo de esos… ´.
Él sonreía. Es posible que en el fondo haya envidiado a ese señor de caminar lento que fumaba unos cigarros gruesos y marrones”.
“Loli, gastaba. Gastaba mucho. La familia se fue incrementando. Se instaló un primo que venía a estudiar a la Escuela del Trabajo, y una tía joven… Mi madre nos tenía penadas a mis hermanas que se juntaran con ella. Alicia y Ana María, vecinas de casa por medio, estaban fascinadas con esa joven a la que la vida la había premiado de tal manera.
Comenzaron a frecuentarla. La jovencita era todo un ejemplo de lo que se puede lograr haciendo uso de lo que la naturaleza regala…”.
El veterano complacía cualquier capricho
“Desaparecía por días. Viajaba a todos lados con el señor del auto rojo. Luego contó que la había llevado a Brasil. Por entonces una excursión para pocos. Llegó a tener dos televisores en su casa. Seguramente en esa manzana no habría más de tres o cuatro. Se empecinaba en industrializar caprichos que el veterano le complacía. Mi madre, casi obsesionada, cada vez se irritaba más. Los domingos aún más cuando veía el auto rojo cargado con todos. Loli los llevaba a la iglesia y él los regresaba”.
“Nunca perdió su belleza. Las últimas veces que la vi fue antes de irme a estudiar a Córdoba. El fastidio de mi madre no había variado. Me contó que le habían comprado una casa en Barrio Parque. Alicia y Ana María seguían cautivadas con Loli, que de vez en cuando le prestaba alguna ropa o las botas.
La familia no demostraba disconformidad con el “novio”. Uno de mis hermanos, siempre atento a la vida ajena, narró que la vio, circunstancialmente en Oncativo, con otro ‘señor’ no tan mayor, propietario de un conocido comercio de la villa”.
“Por el setenta y pico el hombre del auto rojo tuvo un ataque de tensión y quedó parapléjico. Su cara se mostraba torcida con la punta de sus labios apuntando al cuello. No volvió a salir de su casa”.
“Loli debió buscar nuevos ingresos con lo único que había aprendido a hacer. Ya nada le fue igual. Debieron vender su vivienda en el barrio Parque. No la podían mantener y a cambio recibieron una más pequeña en el barrio Rivadavia. Envejeció junto a su madre entrada en la ancianidad”.
Por el 2000 encontré a Alicia y Ana María. Hablamos de cosas intrascendentes. Salió el nombre de Loli. “¿Quién, esa petisa puta?”, dijo la menor de las hermanas.
Ya pobre y desmejorada no encandilaba.
“Debe andar por ahí regalándose a cualquiera que se le acerque… está tirada. No supo guardar un peso la tonta… nada de nada. Por lo menos para poner un negocito…”.
Cambié de tema.
Dora, pasó un dedo sobre el papel y remarcó: “¿¡Qué cosa el dinero, no!? Mientras venga de arriba nadie pregunta nada, todo está bien… todo. No sé qué habrá sido de la vida del hombre del auto rojo, pero para ella nada fue igual.
Está sola cargando una espiral de arrugas… y mire que manejó plata esa chica. Mucho dinero de verdad… ahora para comer vende medias casa por casa…”.
“Le compré tres pares… pensar que en el fondo todas queríamos ser como Loli… todas”.