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[HISTORIAS] Una carrera inolvidable y el raro motor
(Memorias de Ballesteros)
Escribe: Mand
“Pensé: ¿Qué son esos cuadraditos que va escupiendo el caño de escape? Miré para atrás y me quedé frío con lo que vi. Ese no era mi día”.
Peña le hizo seña al mozo de repetir el tinto, pidiendo que se lo cortara con chorrito de Fernet. “Es bueno para la digestión”, agregaba como justificando la singularidad del trago. Con el revés de la mano se secó los canosos bigotes y continuó: “En principio comprendí que mi vocación por el motociclismo era seguramente de nacimiento. Antes de los cinco años tuvieron que cambiarme no menos de siete triciclos”, hizo otro alto y nadie le despegaba el oído. Sabían que ese hombre que llegó al pueblo unos cuarenta años atrás y que fuera parte de mil oficios y actividades, muchas de ellas deportivas, encerraba una rica historia, una pequeña porción de hechos reales, lo demás, producto de su próspera imaginación.
“Yo era un mocetón cuando llegué al pueblo. Pintón como pocos. De chico y hasta cerca de los veinte tuve los ojos claros, se me oscurecieron por esta mierda –y señaló el vino- a los 15 ya era un hombrecito hecho y por entonces comencé a trabajar en el campo del gringo Berturcci. Todo iba bien hasta que la mujer del patrón, una treintañera querendona comenzó a tirarme el lazo. Y bueno, el patrón volvió de hacer las compras antes de lo esperado y no hubo excusas. Debí regresar al poblado. Y poco a poco, cebándole mate de entrada, luego lavando piezas de motores, me fui iniciando en el taller del ‘Tano’ Garella. Gringo loco, pero inteligente como pocos para los fierros”.
Quebró varios maníes en la mano y extendió la charla. “La primera dos ruedas con motor que trepé fue una Motón 100cc., cuatro tiempos, que era de Bordino, un italiano pasado por agua que vivía en Tío Pujio. Probé todas las marcas y le tomé el gusto al viento chocándome la cara y estirándome los pliegues de los ojos. Anduve en una motoretta Paperino, una Alpino del médico de Morrison y por último una flamante Puma 98cc. Adquirida por Garella en Aliciardi y Cía. Un chiche. Enseguida no sólo le agarré la mano, sino que varios del pueblo, además, descubrieron mis eximias condiciones de piloto. No había esquina que no doblara a 80 kilómetros. Ya todos hablaban de mis condiciones. Precisamente es el irlandés Cocoma Mackorma, conocido reducidor de documentos de los Traico, quien comienza con una colecta entre las amistades para que me presente en las competencias de circuitos cercanos. La ‘pumita’ era la de Garella y, por supuesto, la preparaba él. Un genio el gringo. Debuté en Chilibroste y le saqué cuatro vueltas al segundo. En Noetinger y Monte Buey los que me seguían llegaron cuando yo salía del baño.
“Garellita” era un inventor extraordinario
Siempre inventaba algo. Tenía una mano para la puesta a punto como ninguno. Nos invitan para participar de una carrera nunca vista en la provincia: ‘Las 24 horas de Las Varillas’. Se corría de a dos pilotos por máquina, turnándose. Venían los mejores del país. Yo acepté sólo si me dejaban correr sin compañía. El reglamento nada decía sobre el punto. No sería simple aguantar 24 horas sin bajarse. “No te hagás problemas, me susurró Cocoma, tengo unas pastillas para los tungos de carrera que no vas a dormir por tres meses”. La duda fue de Garella quien dijo “ma este motore no creo que aguante, e tenemo que inventare alge. Racá a apolillare pibe”, me indicó mientras me palmeaba la espalda: “Vo mañane vas a sere la gran revelacione. Te lo asegure”.
Partimos una barra enorme en camión de Gambino con lechones, chivitos. Nicosia cargó la viola; Bertero se llevó el bandoneón, Saúl, Gallo, Rolando cada uno aportó lo suyo… Medio pueblo fue a acompañarme y hacerme barra. Garella no habló en todo el camino. Iba pensativo. Una vieja escupidera a la que le sacó la manija y chanfleó con forma de yelmo, es lo que me dio de casco. Lo tomaba con un ancho eslástico de calzoncillo “Casi”. Apenas la puso en marcha la sentí serenita, demasiado serenita. Algo raro noté en el motor. Garella sonrío y me manifestó “e dale pate sin asque que hoy choreamos”.
A las dos horas ya les llevaba varias vueltas de ventaja al pelotón que me seguía. Era un violín la pumita 98cc. Ni se sentía. Nueve horas después cuando todos cambiaban de pilotos yo estaba como nuevo. Me acerco a los muchachos y les pido un termo, ya estaba medio aburrido, el más cercano venía 36 vueltas atrás. Tranquilo me iba cebando mate solo, por ahí convidaba a algún rezagado. Así fue pasando la noche. Me fumé tres etiquetas. Faltando media vuelta –narraba Peña- siento un ruido raro en el caño de escape, miro para atrás y veo que iba tirando un chorro de cubitos para todos lados y golpeándole las piernas al público. Intenté acelerar y se para. La pateo y nada. Cada patada era una bocanada de cubos helados que vomitaba. Garella se acerca corriendo y disculpándose me dice “chique, chique, soy uno bolude. Cómo no me avivé que los motores de heladera cuando empiezan a congelare se paran….”.
