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Inflados hasta los huesos: ¡Paren de remarcar!
Ignorada, subestimada, tergiversada y hasta “desaparecida” en algún momento por la clase gobernante, la inflación continúa siendo la peor pesadilla de los argentinos. Destructora de sueños y de realidades cotidianas, se ha convertido en ese monstruo terrible al que nada ni nadie pareciera poder -o querer- vencer.
Escribe: Germán Giacchero
El presidente Alberto Fernández se acordó tarde, parece. Habrá que esperar hasta este viernes 18 de marzo para que de manera definitiva el gobierno argentino comience al fin “la guerra contra la inflación”.
“El viernes (sic) empieza la guerra contra la inflación en la Argentina. Vamos a terminar con los especuladores”, dijo muy suelto de cuerpo -y de boca- en un acto político.
¿Recién ahora se acuerda, Alberto?
Tal vez se le olvidó que lleva más de tres años de gestión, con una inflación que supera sin problemas el 50% anual y ubica a Argentina en la lista negra de los países con los precios más inflados.
Pero, Alberto no está solo, al menos en esto de la batalla trunca contra la inflación. Todos los gobiernos argentinos en las dos décadas y pico que lleva el siglo 21 han demostrado su inutilidad en el control de la escalada inflacionaria.
Ni el kirchnerismo en el poder con Néstor y Cristina, ni el macrismo en el gobierno, que había llegado supuestamente para solucionar todo lo malo que hicieron o lo que dejaron de hacer sus antecesores en la Casa Rosada, dieron sobradas muestras de idoneidad, gestión y puntería en las políticas antiinflacionarias.

La culpa, al parecer, siempre es de los otros, producto de una “pesada herencia” con la que curran hasta más no poder. O proviene de afuera, de lejos, del exterior, y nosotros padecemos sus efectos colaterales. Si no es la pandemia, es la guerra, y así sucesivamente podríamos ir para atrás.
Puras excusas que desnudan la ineficiencia y la irresponsabilidad de gobiernos que se jactan de haber mejorado la vida de la gente, por un lado; o de haber venido a recuperar la república y sanear la economía, por el otro.
Ni lo uno ni lo otro.
Su sentido más cruel está impreso en el imaginario colectivo, en la irremediable realidad de los precios en las góndolas y en la escasa elasticidad de los bolsillos y billetera de cada compatriota.
Negacionismo y bofetadas
Durante mucho tiempo, la estrategia oficial fue negar la inflación, no pronunciando la palabra o utilizando eufemismos para hablar de lo que la inapelable realidad mostraba cada día.
Con la pobreza fueron mucho más allá. Directamente, el Indec no la medía. Así, durante meses no hubo pobres, solo porque no podíamos saber cuántos eran porque el organismo encargado de esa tarea no realizaba el trabajo para el que había sido creado. O, si los había, eran tan pocos que sumaban envidiados porcentajes similares a la poderosa Alemania o los países europeos nórdicos.
Los artificios del lenguaje a los que recurrían -y recurren- altos funcionarios del gobierno nacional en plan de aportar elegancia o sutileza discursivas a las sistemáticas negaciones o tergiversaciones son de los más variados.

Cómo olvidar cuando el entonces ministro de Economía y luego vicepresidente Amado Boudou no se cansaba de insistir con la idea que en lugar de inflación había un “reacomodamiento de precios”. Mientras, la diputada nacional ultra K Diana Conti pregonaba que sólo existía “dispersión de precios”.
Si les hace falta un Larousse o, mejor, el diccionario de la Real Academia Española para hallar el significado del término inflación, les ahorramos el trabajo. La RAE define el término con la acepción “elevación notable del nivel de precios con efectos desfavorables para la economía de un país”.
No hace falta más. Su sentido más cruel está impreso en el imaginario colectivo, en la irremediable realidad de los precios en las góndolas y en la escasa elasticidad de los bolsillos y billetera de cada compatriota.
El cóctel es más explosivo que una molotov si se toma en cuenta la devaluación casi permanente del peso y la pobreza que afecta a 4 de cada 10 argentinos. O a la mitad de la población, prácticamente.
El cóctel es más explosivo que una molotov si se toma en cuenta la devaluación casi permanente del peso y la pobreza que afecta a 4 de cada 10 argentinos. O a la mitad de la población, prácticamente.
Maldita inflación
Ya no solo se quejan los consumidores. Productores y comerciantes se suman a los reclamos. En el largo proceso de intermediación, entre la producción y la góndola o el mostrador, asoma uno de los principales factores que alimenta la voracidad inflacionaria.
“En mis 21 años al frente de una verdulería, jamás sufrí los aumentos de precios como en enero y febrero de este año”, dice en una conversación informal un comerciante de Bulevar España.
Desde la Cámara de Panaderos ya no saben más qué hacer o decir para que se entienda que ellos no son culpables del incremento en el valor del pan. Con la carne, otro tanto. Y así sucesivamente.
Con el dato del índice de febrero en mano, se evidencia que la medición del 4,7% mensual, con un acumulado bimestral de 8,8% para 2022 y de 52,8% respecto de hace un año atrás, la inflación golpea a todos, pero a los sectores más vulnerables mucho más.
Es que el valor difundido por el Indec vino impulsado por la gran suba en el precio de los alimentos y bebidas, que representó el 7,5%. Entre enero y febrero, esta proporción trepa al 12,5%.
Lo peor del caso es que no hay un horizonte de toboganes para los precios. Los peldaños que se avizoran en lo inmediato conducen solamente hacia arriba. Para marzo, las proyecciones son pésimas.

Lo peor del caso es que no hay un horizonte de toboganes para los precios. Los peldaños que se avizoran en lo inmediato conducen solamente hacia arriba. Para marzo, las proyecciones son pésimas.
En otras palabras, eso que nuestros gobernantes negaron, tergiversaron o directamente ignoraron a sabiendas continúa ensañándose con los más pobres, ya que lo que más aumenta es el valor de la alimentación básica. Pan, frutas y verduras, y carne.
Las medidas adoptadas por el Gobierno nacional, a partir de acuerdos con las grandes cadenas de distribución y los productores, o la creación de un fideicomiso para intentar frenar el precio de la harina, no surtieron el efecto deseado.
Todo lo contrario: se volvió un búmeran que dinamitó la economía familiar de la mayor parte de los argentinos, entre ellos, quienes pertenecen a una clase media cada vez más empobrecida.
Los especuladores de siempre, las grandes multinacionales y los feroces intermediarios, no pueden deslindar responsabilidades. Pero, ¿qué se puede esperar de ellos?
A los formadores de precios no les calienta ni el gobierno ni la gente. Su finalidad es ganar cada vez más plata. A ellos hay que apuntar también para dejar de alimentar al monstruo. Pero, de la mano de políticas antiinflacionarias serias.
Salarios desinflados
Más allá de algún indicador positivo en 2021, desde 2017 los salarios vinieron perdiendo de lo lindo con el avance de la inflación.
Según datos del Ministerio de Economía, en 2018 la inflación fue de 3,3% promedio mensual y los salarios crecieron a razón del 2,7% mensual. Un año después, la diferencia fue de 3,7% a 3% mensual; mientras que, en 2020, de 2,6% y 2,4%, respectivamente.
El año pasado, en términos anuales, los salarios crecieron el 53,4%, por encima de la inflación que alcanzó un total de 50,9%. Claro que esta mejora salarial advertida en la segunda mitad de 2021, no impidió que el nivel general de salarios cayera en promedio un 3,5% real, según algunas consultoras.
Dicen los que saben que en materia de psicología una de las principales herramientas para afrontar un problema es verbalizarlo. Balbucearlo, convertirlo en palabras, reconocerlo y enfrentarlo. De modo curioso, es la situación inversa la que imperó con la inflación entre nuestros gobernantes.
Al menos, y felizmente, hasta ahora. Cuando el Presidente se ha decidido, por fin, a darle guerra a la inflación, según sus propios términos.
Ojalá no sea puro cotorreo preelectoralista para salir del paso y se tomen las cosas en serio de una vez por todas.
Lo esperamos millones de argentinos que estamos hartos de que la plata no alcance y que, además, estamos inflados hasta los huesos.
Claro está, por no decir otra cosa.
