[La infancia de los líderes] Neil Armstrong y la promesa que no le creyeron

El próximo 25 de agosto se cumplirá 10 años de la muerte del primer hombre en pisar el suelo lunar. Este relato recupera la historia entre un niño que soñaba volar y una niña que le pidió prometer lo imposible en su momento. Llegar a la Luna.

Escribe: Prof. Luis Luján

Los padres del niño se alejaron de la granja en donde residían con el abuelo del muchachito desde hacía muchos años. Las tardes de mayo eran calurosas en ese estado norteamericano de Ohio. Los trigales comenzaban a encañar y los animales buscaban las pocas sombras que tenían en el campo abierto.

El niño se escapaba por las siestas, ensillaba su caballo y se dirigía hacia el lago pequeño que se encontraba en el lado sur de la llanura. Muy cerca de allí vivía un matrimonio que tenía una hija de diez años de edad, apenas uno menos que él, que conocía desde que ella comenzara su educación primaria en la misma escuela.

Sophia era rubia como los trigales del campo de su abuelo, y sus ojos celestes como el espejo de ese cristalino lago. Había algo en su rostro que llenaba de curiosidad al pequeño, un universo de graciosas pecas que lo hacían soñar con ella en cada noche en los últimos dos años.

Él estaba enamorado de la hermosa niña. ¿Y qué era el amor en sus cortos años? Quizás ellos no lo sabían, pero algo en sus corazones les daba la templanza necesaria para amarse en silencio sin decir palabras.

Sophia abandonaba el establo en su blanco corcel e iba al encuentro de su niño enamorado. La sombra del único árbol de enorme copa que estaba junto al pequeño lago fue testigo de tantas horas de lirismo. Eran niños, sí, pero entendían el idioma universal del amor, tierno, apacible, sincero, pueril e inocente.

Trabajaré para conseguir dinero y aprenderá a pilotear un avión, tan sólo para venir a navegar tus cielos

-¿Cuándo te vas? –preguntó la angelical mujercita.

-En pocos días más.

-¿Volverás algún día?

-¡Siempre que pueda lo haré!

-Será difícil sin ti, ya nada tendrá sentido aquí.

-Oh, no digas eso, Sophia, haré que todo tenga un sentido en esta vida. Somos tan jóvenes aún que recién estamos despertando.

-Creo mucho en ti, y todo lo que me digas será palabra santa. Pero ya no vas a estar más conmigo por las tardes, ni te veré en la escuela.

-Mira, Sophia, desde mi primer día lejos de aquí buscaré la forma de comunicarme contigo.

-¿Cómo? ¿Cómo lo harás?

-¡Volaré!

-¿Cómo que volarás?

-¡Sí, como lo escuchas! Trabajaré para conseguir dinero y aprenderá a pilotear un avión, tan sólo para venir a navegar tus cielos.

-¿Harías eso por mí?

-¡Sí, lo juro! ¡Lo haré!

-¡Oh, tú y tus locuras!

-¡No es locura, deseo hacerlo por ti!

-¡Lo dices ahora porque pronto partirás! No hay necesidad de hacer falsas promesas, sólo di que me extrañarás y seré feliz sabiendo que aún, en la distancia, pensarás en mí.

-¡Te lo prometo, Sophia, te lo prometo!

-Seguramente harías eso también por otra chica. No quiero tu promesa posible, quiero más que eso.

-¿Qué deseas? Pídeme la luna y también te la daré.

Sophia miró los ojos de su amado y vio que también en los suyos prendía una lágrima de dolor por la despedida. Sabía que nada impediría su partida.

Allí en la ciudad en donde él se dirigiría con sus padres habría millones de mujeres a quien conquistar. Ella era sólo un accidente en el espacio y tiempo, un hermoso accidente en su corta vida.

¡Volaré muy alto, hasta donde ningún hombre haya llegado!

-¡Prométeme lo que jamás le prometerías a ninguna otra mujer!

-Dame una idea, sólo una y la compartiré solamente contigo. ¿Qué deseas?

-¡Vuela muy alto para mí!

-¡Volaré muy alto, hasta donde ningún hombre haya llegado!

-¡Entonces vuela hasta la luna por mí!

-¡Sí, lo haré, iré hasta la luna por ti!

-¡Eres un hipócrita!

-¿Por qué?

-¡Porque nadie puede ir a la luna, ni siquiera por amor!

Sophia se levantó de la gramilla, bajo la sombra del enorme árbol junto al pequeño lago, y salió corriendo en llantos. Montó su caballo y se alejó de allí.

No creyó en la promesa de su niño amado, no creyó en él, pero Neil Armstrong le decía la verdad.

Ilustración: Sabina Bompani

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