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[La infancia de los líderes] Roberto Gómez Bolaño, por siempre ocho
Escribe: Prof. Luis Luján
Robertito admiraba a su papá Francisco, un humilde laburante, pintor, dibujante e ilustrador que no tenía mucha fortuna a la hora de emprender grandes trabajos.
Siempre estuvieron sometidos a una situación paupérrima de vida, pero jamás les faltó, ni a él ni a sus dos hermanos, Francisco y Horacio, un plato de comida en la mesa.
Don Francisco tenía un apego hacia el arte escénico, y siempre recordaba el niño cómo su padre se solía disfrazar y crear muchos personajes divertidos, pero siempre lo hacía a escondidas de los demás porque el oficio de actuación no estaba bien visto en la comunidad mejicana.

Primeramente, el padre practicaba sus actos delante de los tres varones y ellos le daban el visto bueno, o desaprobaban su actuación. Y debido a esa pasión oculta de don Francisco, también Robertito se encerraba en su cuarto y actuaba para sus muñecos creando muchos personajes ficticios, y todos de la misma condición social que él.
Tal vez el niño quería reflejar la realidad en la que estaba inserto tratando de encontrar el lado positivo de las cosas.
Cierto día oyó llorar mucho a su madre Elsa y no comprendió el porqué. Sabía que su padre estaba muy enfermo, pero no tenía el niño incorporado a su corta edad la cultura de la muerte.
Así fue como su amada madre reunió a sus hijitos y les comunicó que su padre tuvo que ir al cielo, y en un mensaje muy subjetivo les dijo que algún día volverían a verlo, pero no en este mundo.
¿Qué significaba para Robertito ver a su progenitor en el otro mundo? No lo entendió así.
Entonces el inocente niño aguardó horas y horas durante muchos días el retorno de su padre desde el cielo. De noche contaba una por una las estrellas y, en su mente infantil, se imaginaba a don Francisco venir montando una constelación.
Doña Berta quedó sumida en una enorme crisis económica y tenía que solventar la educación y la crianza de sus tres hijos. Luchó sola y jamás permitió que les faltase el pan en la mesa.
Tal vez los niños no tuvieron la bicicleta soñada, ni el cohete espacial, pero jamás les faltó la pelota.
-¿Por qué sigues mirando el cielo, hijito mío? –preguntó doña Berta bastante afligida.
-¡Estoy viendo si regresa papá! –contestó Robertito.

La madre dejó escapar unas lágrimas de dolor, pero no quiso quitarle la ilusión a su hijito, aunque fuese una vana esperanza.
-¡Está bien, hijo, está bien! ¡Yo también lo espero!
-Mamá, ¿está bien que yo quiera ser como papá?
-¿Quieres dibujar y pintar como él?
-No, quiero hacer reír a los demás, como lo hacía él.
-Sí, seguro que lo harás. -Deseo crear personajes y disfrazarme de todos ellos.
-¿Y quién te gustaría ser en esa ficción?
-Un niño, como yo, ahora.
-¿Un niño de ocho años?
-Sí, y no quiero crecer jamás, quisiera que siempre tuviese ocho años, y que tuviese amiguitos como los que tengo yo, pero que tampoco crezcan, como mi personaje.
-Bueno…no sé qué decirte, hijito, todo es posible.
-Otras veces sueño con ser un héroe, pero no como Superman.
-¿Y cómo sería tu héroe?
-Sería un héroe de los niños, que los hiciese reír a carcajadas.
-¿Un héroe cómico?
-Sí, mamá, con traje de héroe y capa.
-¿Y qué arma usaría?
-No lo sé, algo que no haga daño, algo que sea de plástico.
-Buenos hijito, sigue soñando así y jamás pierdas tu imaginación.
-Gracias, mamá. Otra pregunta, ¿cuándo viene papá?
-No lo sé, hijito, recuéstate y duerme soñando con tus héroes, con ese chavito con su eterno ocho años.
-¡Sí, mamá, prometo que lo haré!
