La insoportable tarea de hacer la cola (No apto para malpensados)

Colas, colas y más colas. Si no fuera porque ya se han convertido en una típica postal urbana durante cada mes, pero sobre todo en la primera quincena, en bancos, supermercados, centros de pago y otros sitios, cualquiera podría pensar que vamos a hablar de los encantos femeninos liberados en temporada veraniega. Pero no, hay una realidad más triste que esa. No las para ni la pandemia de moda. Todo lo contrario, se extendieron a más no poder.

Hacer la cola no es tarea fácil ni saludable. Bueh, alguien podría afirmar lo contrario. Pero lectores altamente libidinosos y con escalofriantes niveles de doble sentido deben abstenerse en este caso de utilizar las amplias posibilidades semánticas que ofrece el idioma.

Hacer cola remite a las tediosas tares de formar fila, ¡tomar distancia!, encolumnarse en una hilera para realizar los más variados enseres cotidianos. Desde pagar impuestos y facturas al por mayor, tomar el colectivo y anotar a tu hijo en el mismo colegio donde otros trescientos padres intentan hacer lo mismo, hasta pasar por ventanilla con cajeros hastiados y caracúlicos a buscar el sueldo, jubilación o asignación con una paciencia digna de un maestro zen.

Claro, la virtualidad vino a remediar en parte esa terrible realidad cotidiana, pero las colas nuestras de cada día no se dan por vencidas. Y siguen ahí.

“Hacer cola” o “hacer la cola”, no es un mal de factoría exclusiva argentina, como se podría llegar a pensar. Todo lo contrario, es una de las prácticas sociales que la humanidad comparte desde antaño y que bien podría ser pionera en esto de la aldea global.

Desde las colas para conseguir comida alrededor de los castillos de la Edad Media, pasando por las conformadas por desempleados en épocas de crisis, hasta las más actuales, como padece todo hijo de vecino.

Sobrarían ejemplos para citar colas famosas o grandes colas, pero, nuevamente, muchos caerían en la tentación de pensar en modelos, vedettes o en la hermana de algún amigo.

Como se observará, es todo un riesgo el oficio de escribir, pero vamos a intentar algunos ejemplos menos lujuriosos. La cola de la colimba (¡cuántos recuerdos, soldado!), la de las ollas populares, la de los pobrecitos jubilados; la fila de la escuela, la de la comunión en la iglesia, y tantas otras.

Si nos referimos a tipos de colas, malpensados, tampoco hacemos alusión a la anatomía femenina. En Villa María, como en otras urbes, existe toda una cultura de la cola, meritoria de un estudio sociológico. Más allá de que muchas pasan desapercibidas a los ojos ajenos y apresurados, las hay en los sitios más diversos.

Algunas hasta resultan patéticas y generan compasión. En una cadena de farmacias, en el casino durante mucho tiempo, en bares y restaurantes los sábados, en los pubs y boliches, en los baños, en los semáforos, en el cine y en el teatro, en los cajeros, en la cancha, en los colegios y siguen las firmas.

La pandemia, encima, vino a agregar nuevos motivos para hacer cola: para hisoparse, para vacunarse, para ir al médico, para comprar el pan, para cruzar el puente, y un rosario de etcéteras. Por lo que estas filas tendrán larga vida para rato.

Una postal típica de esta época: una cola para hisoparse.

Virtudes y defectos de una cola

Si es posible hallar una virtud en esta ocasional agrupación humana, esa podría ser la de la convivencia social o una fugaz e ilusoria hermandad de clases. Personas, desconocidas las más de las veces, provenientes de diversos sectores sociales comparten miradas fuleras a los que amagan con colarse, gestos de fastidio, insultos al cobrador/pagador, palabrotas contra los políticos de turno y comentarios sesudos acerca del estado del tiempo.

El covid, el distanciamiento, los barbijos y demás han alterado la esencia tradicional de los intercambios verbales en una cola, pero la cosa sigue.

Eso sí, también se conserva la idea generalizada de que los más ricos no hacen colas para abonar sus impuestos. O porque cuentan con otros medios para hacerlo, o porque directamente no los pagan.

Adiós a las interminables colas prometieron bancos y comercios con la puesta en marcha de cajeros electrónicos, desembolsos vía internet y bocas de cobranza que aseguran ser desde su mismo nombre de pago fácil, rápido o exprés. Pero nada más alejado de la realidad.

No solo los bancos continúan atestados de tropeles ciudadanos, también los locales donde todo supuestamente es más veloz. ¡Gracias a Dios que existen los cadetes!, exclaman varios, al tiempo que otros despotrican cuando tienen a uno delante de ellos pagando una catarata de facturas y tributos ajenos.

En fin, tómenlo como quieran, pero no queda otra que hacer la cola.

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