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[Muertes violentas en la historia argentina] Un certero disparo en el ojo izquierdo (Primera parte)
Este relato pertenece al segundo libro de Raúl Costa “A fuego y sangre. Fusilamientos y muertes violentas en la historia argentina”, de reciente publicación. El autor seleccionó uno de los capítulos para compartir con los lectores de EL REGIONAL. A continuación, se presenta la primera parte de la historia.
Escribe: Raúl Costa
Los hombres vienen parlamentando desde hace un rato largo. El agobio es inocultable, y ya no saben con qué abanicarse o darse un poco de fresco, en esa oficina de Buenos Aires donde están reunidos para decidir un tema importante. Estamos en diciembre de 1834, transcurren las últimas semanas de un año complicado, como lo vienen siendo uno tras otro.
Acaba de estallar un conflicto entre las provincias de Salta y Tucumán, uno más en una larga sucesión de luchas intestinas. La pelea, o la excusa en todo caso, es la autonomía de Jujuy. Pablo Latorre gobierna Salta, y Alejandro Heredia, Tucumán. Antiguos compañeros de ruta, hoy enfrentados a muerte, como ya es habitual, puesto que las lealtades y afinidades duran más bien poco, en general en este período.
Para ir terminando con la reunión, quien oficia de anfitrión, Manuel Vicente Maza, gobernador de la provincia de Buenos Aires, ordena que le traigan el decreto para la firma. El otro hombre, Juan Manuel de Rosas, quien ya había sido gobernador del mismo territorio, y volvería a serlo poco tiempo después, asiente. Están convencidos que lo que acaban de decidir hacer, es la mejor opción. Se debe enviar a alguien, para que cumpla el rol de mediador, y se lo debe designar por decreto, para que no queden dudas de que se trata de una misión de carácter político, más que militar. Además, tiene que ser una persona con liderazgo, y a quien respeten, sobre todo.

Facundo Quiroga, el hombre que desde no hace mucho tiempo reside en Buenos Aires, y que decidiera ponerse al lado de Rosas, es el indicado para cumplir la misión. Viene de tener dos duras derrotas con José María Paz, en la provincia de Córdoba, entre tantas victorias, y luego de haber demostrado sobradamente sus condiciones, su valentía, su capacidad de estratega, su astucia, está más maduro, más relajado, si hasta se ha afeitado el bigote, como señal de un nuevo aspecto, vinculado a un rol más político. Es el señalado, además, por la evidente influencia que ejerce sobre esas provincias norteñas. Sigue siendo un hombre poderoso, aunque un tanto cansado.
Lo llaman. Le hacen saber la decisión de pedirle que vaya al norte, a intervenir en esa disputa.
A él no le hace mucha gracia, justo ahora, que está dedicado a la construcción de un país federal, que hay que intentar darse una Constitución que refleje los nuevos tiempos, tener que hacer semejante viaje, de unos dos o tres meses de ida, otros tantos de vuelta, realmente le afecta. Encima el reuma, que lo tiene a mal traer desde hace algún tiempo.
Pero no puede negarse, no puede decirle que no a Rosas, de manera que pide le acondicionen una galera, agregándole una cama, y le consigan unos asistentes a modo de escolta, que él lo va a llevar a su secretario y amigo José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis y cuñado de Dalmacio Vélez Sársfield.
Le juntan unos diez hombres, entre peones, correos y asistentes, más un niño de 12 años, aprendiz de postillón, para que fuera instruyéndose en el oficio observando al experimentado cochero, mientras cuidara y alimentara a los animales. Le dan las instrucciones precisas, y luego de dar aviso a las provincias donde iba a pasar la comitiva a los fines que los gobiernos locales, a su paso, estén dispuestos a darle cabalgaduras, parten entre el 17 y el 19 de diciembre, rumbo a la misión encomendada. El mismo Rosas lo acompaña en un primer tramo del extenso trayecto, aprovechando para intercambiar visiones y puntos de vista, que últimamente, no venían siendo totalmente coincidentes.

Alguien lo puso sobre aviso que, al pasar por Córdoba, tuviera cuidado con los hermanos Reynafé, uno de los cuales era gobernador, porque querían matarlo. Razones tendrían, pues eran hombres de Estanislao López, y éste, gobernador de Santa Fe, sí que venía teniendo diferencias importantes con Quiroga, pese a estar del mismo bando.
Sucede que luego de unas sucesivas victorias del bando federal, el naciente país había quedado bajo su control, con tres cabezas conductoras claramente definidas. Rosas en la influyente provincia de Buenos Aires, López en todo el litoral, y Quiroga en las provincias de Cuyo, pero con marcada influencia también en las del norte. Córdoba era una especie de botín apetecible por los tres, y en ese momento la pulseada la ganaba López, que había logrado imponer a uno de los Reynafé como Gobernador.
Facundo desoyó el aviso, no temía a nada ni a nadie.
Incluso creyó innecesario incrementar la escolta, tratándose de una misión política, no militar, partiendo sin más. El paso por Córdoba fue muy breve, apenas paró unas cinco horas y de noche, para cambiar los caballos. No lo visitó al gobernador, lo que incrementó la sensación de enemistad o enfrentamiento entre ellos. Continuó viaje enseguida, ya estaba avanzado el mes de enero y quería cumplir la misión cuanto antes, para retornar con una gestión exitosa y procurarse un merecido descanso.
Al llegar, días después, a territorio santiagueño, se entera que la guerra civil desatada en el norte había terminado. Increíblemente estaba apenas pasada la mitad del camino, lo que da una idea acabada de lo que duraba cada viaje. Heredia se había impuesto a Latorre, a quien habían apresado y a los pocos días asesinado, por lo que ya no era necesaria su mediación, sólo quedaba aceptar por el momento el desenlace, ya habría tiempo para acomodar la situación.
De tal suerte, y luego de unos pocos días de descanso, comienza el regreso a Buenos Aires, el 11 de febrero. En Santiago del Estero, en esa breve estadía, le vuelven a avisar que los Reynafé van a atentar contra su vida, tal era el rumor creciente. El mismísimo gobernador Felipe Ibarra, su amigo, le advierte sobre la posible emboscada, intentando convencerlo que el rumor ya era un secreto a voces, que todos decían que, al pasar por Córdoba, atentarían contra su vida.
“No ha nacido el hombre capaz de matarme, amigo”, es la respuesta de Quiroga mirando fijamente a Ibarra, con esa mirada intensa tan característica suya. Nuevamente se niega a recibir una escolta extra, aceptando solamente el consejo de parar muy poco y con el mayor cuidado. Se sabía temido y respetado.
La orden que imparte al resto de la comitiva es que se retorne lo más rápidamente posible. Se establecen las paradas mínimas para descansar, y se inicia el regreso. Efectivamente, van a buena velocidad. El polvo que ingresa al habitáculo es proporcional a la marcha rápida, es decir, mayor al habitual. Entre el reuma, el calor, y la tierra que se le pega en la piel, Facundo solamente desea seguir viaje y llegar cuanto antes a Buenos Aires. Terminar con el calvario de ese periplo. Los dolores artríticos en la espalda le hacen cada vez más difícil el viaje. Cada kilómetro se le hace eterno.
El lunes 16 de febrero de 1835, luego de descansar la noche anterior en la posta de Ojo de Agua, cerca de Tulumba, muy temprano reemprenden el viaje, con la intención de pasar brevemente por la ciudad de Córdoba al final del día. Hace un calor tremendamente sofocante, y desde el amanecer mismo viene transpirando. El carruaje se sacude y deja su huella en el guadal.
Están por pasar por Barranca Yaco, posta del Camino Real, entre las de Sinsacate y de Las Talas, uno de los sitios marcados como complicados a priori, desolado por entonces, y aún hoy. Por tanto, la orden es no parar más, el sosiego fue dado unos kilómetros más al norte, en Sarmiento, al pie del algarrobo donde también descansó el General San Martín en 1816, y faltan todavía unos 70 kilómetros para llegar a la ciudad de Córdoba. Su secretario le invita con unos bocadillos de batata. Quiroga lo agradece, pero los rechaza, el calor le ha quitado hasta el apetito.
Son aproximadamente las 11 horas. Cerca de 40 grados es la temperatura.
Densos nubarrones hacia el sur anuncian inminente lluvia, aunque el viento norte aún no ha chocado con ellos. Dos de los acompañantes, que oficina de correos, vienen unos doscientos metros retrasados. De pronto, del espeso monte de espinillos, surge una treintena de jinetes cortando el paso del convoy.

Facundo Quiroga asoma la cabeza de la galera y a viva voz, pregunta: “¿Quién manda a esta partida?”, recibiendo por toda respuesta un certero tiro de parte de Santos Pérez, el cabecilla del grupo, un trabucazo, en el ojo izquierdo, que lo mata. Enseguida, los atacantes, 32 para ser exactos, dan cuenta de todo el séquito, unos 8 o 9 puesto que los dos que venían retrasados alcanzar a esconderse sin ser vistos. La matanza es total, y de una crueldad absoluta. Todo el estrépito de gritos, tiros y relincho de caballos dura apenas un par de minutos.
Hasta el niño es asesinado. La orden era no dejar testigos. Así se la había hecho saber Santos Pérez a la treintena de jóvenes que había reunido, pues en realidad todos tenían entre 20 y 30 años, no más. Al propio Quiroga, él mismo le daría el innecesario golpe de gracia subiéndose a la galera para hincarle su cuchillo en la garganta. Con él, subiría su ayudante Basilio Márquez, y entre ambos, acabarían con José Santos Ortiz. Otra vez la provincia de Córdoba, escenario de muertes violentas.
Los cuerpos son desnudados, se les roba toda la ropa, las pertenencias, más un monto importante de dinero, tal vez para hacer aparecer el hecho como un atraco de bandoleros, y se los pasa a degüello a todos, por las dudas. Sí, al niño también.
Facundo llevaba consigo una caja con siete navajas de barba, un estuche con tres cortaplumas, entre otros objetos demostrativos de su buena posición económica. La galera, tirada por ocho caballos, sería igualmente saqueada, llevándose los asientos, el apero, las manijas, todo lo que a priori fuera considerado de valor. Los animales fueron soltados.
Culminadas las vejaciones, el grupo se disuelve raudamente. Al cabo de unos minutos, comienza a llover, como una impensada complicidad, borrando rastros, y haciendo la escena más dantesca aún. La sangre de los muertos comienza a correr por la huella, mezclándose con el barro.
Facundo Quiroga, el caudillo riojano, el poderoso e influyente militar, acaba de morir. El balazo en el ojo le habría traspasado el cráneo fracturando el occipital, según rezaría posteriormente la primera autopsia, realizada por un médico escocés de apellido Gordon, la que también aludiría a la herida en la garganta, considerándola inútil pues al momento de recibirla ya estaba muerto.
Los dos correos que venían detrás, José Santos Funes y Agustín Marín, repuestos de la sorpresa y el espanto, luego de comprobar las muertes junto con algunos ocasionales transeúntes que iban llegando al lugar, acuden a la cercana posta de Sinsacate, donde anotician de lo sucedido a Pedro Figueroa, un muchacho de 29 años, que sería una especie de juez de paz con competencia en la zona. Con él, buscaron los cuerpos apenas hubo terminado de llover, para llevarlos, llenos de barro, a la capilla de dicha posta, antes de enviarlos a Córdoba.
Hasta aquí, la historia más o menos conocida, y que continuaría con el traslado del cuerpo y demás. Resulta dificultoso cronicar algo que no se sepa o que no haya sido dicho sobre estos hechos. Ahora bien, lo que nunca se dilucidó totalmente, es la pregunta de quién o quiénes ordenaron la muerte de Quiroga. Veamos un poquito esta cuestión.
Continuará…