Rosario, la ciudad de la tristeza: ¿Para cuándo un Rosariazo contra los narcos?

Rosario se desangra y tiene miedo. Cientos de miles de personas deben padecer el terror que imponen unos pocos sobre la base de fuego, plomo y amenazas para mantener los privilegios y el poder narco. Pero, más que la ciudad de la furia, hoy es la ciudad de la tristeza, un cuerpo social sofocado por el dolor, con una oscuridad infinita en su rostro, a pesar de que supo ser tantas veces un faro cultural, artístico, político y comercial.

Escribe: Germán Giacchero

Rosario es la cuna de la bandera acuchillada por las aguas revoltosas del Paraná, y el sudario mortal de los desangelados con vidas que valen menos que una bala perdida.

Es la segunda o tercera patria futbolera del país, que respira al ritmo de leprosos y canallas; es la escenografía montada de la miseria televisada de los “come-gatos” y la opulencia de los yates ricachones anclados frente a “La Florida”.

Fue la Chicago argentina con el sello mafioso de Chicho Grande y Chicho Chico, y es la ciudad narco donde la mercancía ilegal y el poder se pelean a sangre y fuego.

Es territorio fértil desmembrado por Los Monos y el resto de las mafias narco que se disputan los barrios, las esquinas, los pibitos que van a ser pistoleros y las pibitas que van a vender y prostituirse para ellos.

Es la ciudad de los pobres corazones de Fito y la madre tierra que lo parió a él, al Negro Fontanarrosa, al Che, a Messi, Olmedo y a tantas estrellas de la constelación criolla, pero universal.

Es la tierra de los milagros del Padre Ignacio y las promesas a Dios, el último bastión de la utopía socialista y el barro de los grandes cinturones de pobreza hasta donde no siempre llega el pan. Pero, sí la merca, el paco y las balas.

Es un extenso paseo por sus parques y generosas avenidas vestidas de verde, y también es una excursión en lancha a las costas fangosas de “la isla”. Es un beso robado y un abrazo de enamorados; es el sol muriendo del otro lado.

Es el lujo y la vulgaridad del City Center, es Villa Banana y un rosario de favelas, pero también un oasis falso de countrys y barrios cerrados.

Es la tibia sospecha de cierta complicidad policial con los hampones del pasado y el presente; el garito favorito de los trasnochados; la pasarela con la fama de las chicas más lindas de todas.

Y es también el puerto y su sangría de soja, carne y leche para alimentar estómagos ajenos y repetir el país la misma historia de siempre.

Rosario es eso y mucho más, claro

Es desde hace unas semanas la ciudad de la muerte, dominada por unos hijos de puta que siembran terror con sicarios descerebrados y narcos impunes que hacen creer que la vida es más barata que la nada, que no valemos nada.

Es la ciudad de la tragedia que llora, abrasa y abraza; la ciudad de la tristeza, aunque supo ser la más festiva, y la ciudad de la paranoia ante el menor ruido, paso o mirada.

Es la ciudad de los cuerpos quebrados por el miedo y las almas rotas por el dolor. Es el territorio de la pena profunda, de la angustia y la soledad. Es el olor a pólvora, a fuego, a muerte, a miedo, porque el miedo también se huele.

Aunque no hayamos perdido a nadie en la terrible secuencia de hechos fatales que agigantaron la tragedia que se reafirma desde hace rato, todos hemos perdido algo.

Al menos, aunque sea por un rato, la candidez de pensar que ese cuento de la muerte solo le ocurre a los demás, y la ilusión de creernos eternos e inmortales.

Rosario estuvo y está más cerca que nunca. Ojalá las cenizas de este desastre sean la fuente de un nuevo aprendizaje para valorar más la vida.

Ojalá nuestro ánimo y nuestras ganas no se derrumben ante la adversidad como ese monstruo de cemento transformado en una trampa mortal.

Ojalá, los dirigentes políticos y de toda clase, y también nosotros, los ciudadanos, aprendamos de Rosario y de su ejemplo.

Si así no fuera, esa sí sería otra tragedia.

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