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A propósito del 12 de octubre: ¡Americanos, las pelotas!
Escribe: Germán Giacchero
América, dice la historia oficial, debe su nombre a Américo. Un marinero florentino apellidado Vespucio, tan audaz como borrachín y mentiroso. Hoy, se duda si ése era su auténtico nombre y si en verdad navegó todo lo que dijo. Pero apócrifo y fabulador o no, se ganó la eternidad gracias a los escribas de la época.
Pobre Colón, que no tuvo tanta prensa. Porque a pesar de llevarse la gloria en los manuales escolares, le birlaron la posibilidad de que esta tierra llevara su nombre. Y aunque nunca lo pudo saber, tuvo que conformarse con menos: sólo un país lo recuerda hoy, Colombia.
Quizás tenga su merecido: hasta el final de sus días creyó que el continente con el que se había topado por casualidad eran las Indias. Ésas que tantos delirios de riqueza le provocaban. Las mismas que España insistió en llamar así hasta bien entrado el siglo 18, cuando ya casi todo el mundo pronunciaba América en sus labios.
El mismo vocablo que, desde tiempos inmemoriales, también otorgaba su nombre a una cadena montañosa nicaragüense, según la leyenda, abarrotada de oro y plata.
Los otros americanos
Mucho después de que el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller acuñara el término América en homenaje a Vespucio, las colonias inglesas independizadas de América del Norte comenzaron a llamarse a sí mismas América.
Casi como un acto premonitorio de lo que vendría después (invasión y usurpación de territorios, guerras por las dudas, ataques preventivos contra el terrorismo y un sinnúmero de falacias), se habían apropiado de la palabra.
Desde entonces, los habitantes de Estados Unidos de América se llaman a sí mismos americans (americanos) y no estadounidenses. Ellos, los americanos, viven en América, su tierra. Ni siquiera en Norteamérica, como suele decirse de forma errónea en esta parte del mundo.
El despojo del nombre del continente no se trata sólo de un juego de palabras. Hay toda una cuestión de poder en danza, máxime si se trata del país más (pre)potente de la Tierra.
Para el mundo hispano, los americanos son los originarios de cualquier sector del continente y a todo el conjunto se lo denomina América. Como hace cientos de años.
Lo peor del caso es que de manera cotidiana se contribuye a legitimar la posición estadounidense. En cualquier sitio donde se habla español, cada vez más se llama americano a todo lo que tenga sello yanqui.
Lo mismo ocurre en cualquier parte del planeta. Hasta el tribunal de disciplina de nuestro idioma, el Diccionario de la Real Academia Española, da fe de ello. Una de las acepciones de americano es -¡caramba!- estadounidense.
¿América para todos? No, para ellos
La transformación de la esencia del término americano es sólo una muestra del avasallamiento cultural e ideológico estadounidense. Cuando se habla de fútbol americano, se sabe, no se hace referencia al juego que se transpira en los potreros de Suramérica; de la misma forma que la persiana americana no es la propia de las ventanas de las aldeas caribeñas, las villas argentinas o las favelas brasileñas.
Más aun, ya nadie duda de que el celebrado estilo de vida americano (american way of life) no es el que se estila en casa.
Sin acudir a un ataque de patriotismo barato, debemos rescatar el cuerpo y el alma de nuestras palabras. Y llamar las cosas por su nombre. Porque cuando ellos hablan de América y los americanos, no hacen más que mirarse el ombligo.
Por eso, americanos, americanos, somos nosotros. No ellos.
Que no nos pese decirlo.