La peor grieta de los argentinos: El abismo entre lo que deseamos ser y lo que somos en realidad

La fábula de la rana y el escorpión expresa nuestro egocentrismo congénito que no es más que la otra cara de nuestro complejo de inferioridad. El que no nos permite crecer. El que piensa en demoler antes que en construir. El que siempre nos deja a los argentinos un abismo entre lo que queremos ser y lo que somos en realidad.

Escribe: Germán Giacchero

Somos argentinos nativos o por opción. Pero también, por oposición.

No hay mayores responsables que cada uno de nosotros por los aciertos, las virtudes y los progresos obtenidos a lo largo de tantos años de vida colectiva.

Pero, también somos solidariamente responsables de los errores, las torpezas, las bajezas, las declinaciones, las traiciones, las caídas y los retrocesos.

Palos en la rueda lo llaman algunos. Oponerse por oponerse, otros. Chicanas, gritan varios. Y todos los calificativos, insultos y puteadas habidos y por haber para hacer referencia a quienes dan la contra en cualquier etapa histórica.

Pero, claro, la culpa no siempre es del que se opone. Es más, la mayor responsabilidad le cabe al que gobierna, al que manda, al que lleva la batuta, al que tiene el poder. Ni hablar en los casos de las atroces dictaduras con la complicidad civil y de la jerarquía eclesiástica.

Aunque, a lo largo de nuestra historia, los deslices son compartidos, mutuos y desestabilizantes en ambos sentidos. El que ayer gobernó, hoy se opone; el que se opone, sueña con manejar los hilos de esta gran marioneta criolla.

La argentinidad al palo

Somos los creadores de esa nebulosa compleja, complicada y tantas veces desentrañable y doliente que es la realidad argentina.

Somos los argentinos una especie de ambidiestros sociales, bipolares políticos, piscianos culturales.

Somos diablillos traviesos con caras de angelitos, ángeles celestiales abandónicos del paraíso, o falsos profetas en la tierra prometida.

Una parodia lastimosa de Dr. Jekill y Mr. Hide, la sombra eterna y el Big Bang.

El yin y el yan, el agua y el aceite, el polo sur y el extremo norte, cara y cruz, Babilonia y el Vaticano.

Un modelo de Frankestein mil veces disuelto, y mil veces vuelto a armar.

Grandes emprendedores, pequeños embaucadores, torpes inversores, grandes deudores, críos aprovechadores

Víctimas y asesinos de nuestros propios sueños. Hacedores e impedidores; prometedores e incumplidores; monarcas del granero del mundo y reyes desnudos de las tierras fértiles trabajadas por los más pobres.

Grandes emprendedores, pequeños embaucadores, torpes inversores, grandes deudores, críos aprovechadores.

Fanáticos de los espejos, aduladores de espejismos. Creadores de los récords más absurdos; exterminadores de los proyectos más sensatos y maravillosos.

Un juego de dualidades a la enésima potencia. Una división ilógica, una grieta absurda, un corazón partido, un sentido común fisurado, una ideología en formación, una herida abierta y que sangra.

Un río que no halla su camino hacia el mar, un horizonte que no encuentra su final.

Todo eso somos, y más, claro.

Un aguijón en el lomo

Hay muchas historias que bien podrían dar cuenta de actitudes, acciones y tropiezos propios de cada uno de nosotros. No faltarán alegorías en ese desfile interminable de relatos que podemos recobrar para delinear una metáfora de lo que somos, lo que fuimos y queremos ser. Aunque siempre nos pongamos las mismas trabas para conseguirlo.

La fábula de la rana y el escorpión es muy simple. Pero no por eso menos válida para graficar nuestro egocentrismo congénito que no es más que la otra cara de nuestro complejo de inferioridad. El que no nos permite crecer. El que nos deja pensando solo en nosotros, un nosotros que no incluye a nadie más que a nosotros.

Unos pocos, los del mismo palo, la misma tribu, el mismo partido, la misma clase, la misma casta (ahora que está tan de moda el término), la misma cofradía, el mismo equipo, el mismo color de piel, el mismo acento verbal, el mismo grosor de cuentas bancarias, la misma mierda.

Una inundación provocada por el desborde del río ponía en riesgo la vida de los seres que prefieren mantenerse lejos del agua. Acorralado por la situación, al escorpión no le quedó otra que pedir ayuda para poder cruzar al otro lado de la costa y no terminar de la peor manera.

Pensó, pensó y pensó. Quién podría ayudarlo conociendo su genio y su fama. Una rana estaba por cruzar el agua y le preguntó si podía cargarlo para llegar a la orilla y no morir. La rana, sabiendo de quién se trataba, se negó. “Cuando menos lo espere, hundirás tu aguijón en mi espalda y me matarás”, argumentó.

“En ese caso, nos hundiríamos los dos, porque yo no sé nadar. Y no pondría en riesgo mi vida matándote”, se defendió el escorpión. Dubitativa, la rana oscilaba entre la intimidación y la lástima. Al final, aceptó.

El animal más pequeño trepó hasta el lomo del anfibio. Comenzaron a cruzar el río a paso lento, mientras la rana observaba de reojo al siempre amenazante escorpión.

Cuando habían llegado a la mitad del camino, la rana sintió el pinchazo, un hilo de dolor intenso comenzó a recorrerle toda la espalda. Quiso intentar apurar el paso. Pero, ya era tarde. El veneno comenzó a paralizarla.

“Pero, ¡qué hiciste!”, le gritó con todas las fuerzas que le quedaban a la alimaña traidora que iba a salvar, pero que le estaba quitando la vida. Al borde del ahogamiento, el escorpión alcanzó a decir: “Perdón. No pude evitarlo. Es mi naturaleza”.

Todos actuamos y somos un poco como la rana y el escorpión. Es nuestra naturaleza la que nos muestra tal como somos. Aunque no queramos, aunque reneguemos de ello, la esencia de lo que somos nos persigue a sol y a sombra.

Somos nuestros propios conspiradores de proyectos, boicoteadores de sueños, artistas del autosabotaje, nuestros propios adversarios

Somos nuestros mejores promotores, pura inspiración, creatividad y trabajo. Pero, también nuestros propios conspiradores de proyectos, boicoteadores de sueños, artistas del autosabotaje, nuestros propios adversarios.

Ojalá no sea demasiado tarde el momento cuando nos demos cuenta que siempre se puede cambiar. Y mejorar. Antes de que este trance colectivo nos encuentre arrastrados por la corriente o en el fondo del río.

Juntos al final, pero hundidos en el mismo barro.

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