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[Historias] “Sandra”, un relato ambientado en un complejo habitacional de Villa María
Escribe: Iván Wielikosielek
Se lavó los dientes, se enjuagó la boca y escupió con asco en la piletita del baño. El agua tenía otra vez aquel gusto espantoso, el mismo de unos meses atrás cuando descubrieron una paloma muerta en el tanque.
“Debe hacer como dos semanas que se ahogó porque estaba toda hinchada -les había dicho el plomero a los inquilinos aquella vez- Es común que esto pase en los tanques abiertos. El animal viene a tomar agua y al menor descuido… Sak… Se cae al agua por el viento y ya no puede salir… Sak…”.
Y entonces, Luis me describió la cara de asco de Mario y de Sofía, la parejita que vivía en el departamento cinco, la del viejo Benjamín del tres y sobre todo la de Sandra, la chica del dos.
Sandra tenía veintiséis o veintisiete años, trabajaba en un supermercado y estaba embarazada. Y cuando el plomero contó la historia de la paloma, su rostro se contrajo en una mueca que trascendía la náusea. Era, según dijo mi amigo Luis, la expresión de una persona mortalmente ofendida.
“¡O sea que le estoy dando de tomar agua podrida al bebé! ¡O sea que le estoy fabricando leche de muerto a mi hijo por nacer!”, le había gritado al dueño esa misma tarde. El hombre, tranquilo y conciliador como era, no había sabido qué contestarle. Y aunque le había perdonado el último mes de alquiler a modo de resarcimiento, la chica no cambiaba de postura.
Al otro día, el dueño había estacionado desde muy temprano frente a los departamentos. Y cuando a la tarde vino a buscar el auto, descubrió que había sido rayado con una llave o un clavo. También, que les habían roto a pedradas las ventanas del departamento cuatro, el único que estaba sin alquilar y en cuya puerta habían escrito “Hijo de re mil putas” con un ladrillo. Una semana después le habían mandado al dueño una encomienda con una paloma muerta.
Aunque no había pruebas, mi amigo no dudaba que las tres obras conceptuales pertenecían a Sandra. De hecho, fue el propio Luis quien me contó que, el año pasado, había discutido con la chica porque un hermano suyo solía entrar por el pasillo con la moto encendida. “Decíle a tu hermano que no haga más ese ruido, que altera toda la casa”, le había dicho. Pero la chica ni siquiera le contestó. Al otro día, la moto ya no estaba, pero mi amigo descubrió que alguien le había abierto las gomas de la bici con un cuchillo.
Por suerte y con el paso del tiempo, las cosas fueron mejorando entre él y su vecina, e incluso empezaron a tener alguna que otra charla. Luis me contó que, poco tiempo antes de la paloma muerta, se habían cruzado en el pasillo y al verle la panza prominente, le había preguntado si ya sabía el sexo de la criatura. “Una nena”, le había respondido ella con un tono de hastío. “Y el padre está contento…”, le había dicho Luis, más como afirmación que como pregunta. “El padre no tiene la menor idea”, le había respondido la chica, dando por finalizada la conversación.
Lo cierto es que hacía varios días que Luis no veía a Sandra, pero se acordó de ella la mañana en que volvió a sentir aquel gusto a podrido en el agua. Sin embargo, ni él ni la parejita del cinco (mucho menos Benjamín) llamaron al dueño hasta cuatro días después, cuando un vaso de la canilla parecía el suero de un frigorífico. “El plomero viene mañana”, les había dicho el dueño. Y luego: “voy a llamar un albañil para que haga una tapa de hormigón en el tanque; de lo contrario, vamos a seguir teniendo problemas con esos bichos de porquería…”.
Esa noche, Luis escuchó ruidos en el pasillo. Cuando se asomó, vio a dos muchachos que se llevaban algunos muebles. Uno de ellos era el hermano de Sandra. “¿Cómo anda tu hermana? ¿Ya compró?” le preguntó. El muchacho casi no le contestó. Aún cultivaba el resentimiento por el episodio de la moto. Pero al final, quizás para sacárselo de encima, le dijo: “La nena nació muerta y Sandra se recupera en mi casa”.
Al otro día, el dueño recibió una encomienda. Era una caja de zapatos que parecía vacía, de no ser por una liviana sábana de cuna manchada de sangre. A lo otro, lo que envolvía la sábana, lo encontró el plomero pocas horas después; guiñapos de placenta flotando en el tanque de los apartamentos como una paloma muerta.